A pesar del aire de otoño que dobla la esquina, cuando Adrien enfila la calle de la librería, aspira un suave olor a verano. Allí sigue, tantos años después, con su estructura de madera azul-verdoso medio desvencijada y la magia de un interior donde todo es posible, hasta creerse en agosto a mediados de noviembre.
La puerta entreabierta permite que un remolino de hojas secas busque cobijo, como si supieran que serán bienvenidas. Cuando Adrien la empuja para entrar, el gemido de la madera hace que el hombre que está detrás del mostrador alce la mirada por encima de la montura de sus gafas. Se las quita, limpia los cristales y enarca las cejas antes de abrir los brazos y acercarse al visitante, sonriendo.
—¡Eres tú!
Adrien responde emocionado al saludo. Está allí, otra vez, solo que ahora él es el alto, fuerte y el señor Deauville ha encogido y casi no tiene pelo.
—¿Una limonada? —los ojos inteligentes del librero brillan entre surcos. Con pasos ligeros para su edad se encamina a la puerta, la cierra porque a esa hora ya no vendrá cliente alguno y además, dice, tendremos que celebrar este encuentro. Mejor dejar de lado la limonada, que en la trastienda tengo un buen pastis.
—Prefiero invitarlo a comer. Las bebidas las dejamos para más tarde.
El anciano pide unos momentos para ir a buscar su chaqueta, tiempo que el joven aprovecha para reencontrarse con ese lugar sagrado en el que ha pasado los mejores veranos de su infancia.
A pocas calles de la librería sus padres conservaban una casa familiar donde transcurrían las vacaciones y se reencontraban con parientes y amigos, pero ninguno de ellos tenía hijos de su edad, por lo que el niño deambulaba por las calles o las páginas de algún libro. Los de la biblioteca de su abuelo no le interesaban. Una mañana en que salió de expedición por el barrio viejo encontró la librería. Paseaba sus ojos por los anaqueles cuando una voz lo sorprendió a sus espaldas.
—No creo que lo que buscas lo encuentres ahí.
—¿Cómo sabe lo que busco?
—Porque tengo muchos años de librero y reconozco las miradas inquietas —y con un gesto le indicó unos estantes con ejemplares encuadernados en azul. Cogió uno y se lo entregó—. Empieza por este. Cuando lo termines, lo traes y te daré otro.
—No llevo dinero. ¿Se lo puedo pagar cuando vuelva por el siguiente?
—Mejor me lo pagas con uno escrito por ti.
Adrien sonríe ante el recuerdo y aspira ese olor que embarga la estancia, una mezcla de papel, humedad y madera vieja que un ramo de gardenias frescas intenta disimular. Se acerca a las flores y, al olerlas, una imagen se superpone sobre el cristal del escaparate.
—¿Has vuelto a verla?
Las palabras del anciano no lo sorprenden. Al igual que el perfume de esos pétalos, forma parte del lugar, como el rostro que acaba de vislumbrar en los vidrios, incluso la voz que no escucha desde hace tiempo.
—No desde que se fue a Nueva York. ¿Ha vuelto por aquí?
—Cada verano —responde el anciano al tiempo que se arregla las solapas de la chaqueta—. Este año me trajo un ejemplar de su última novela. ¿La has leído?
—Es maravillosa —responde Adrien intentando que su voz no denote emoción, aunque sabe que el señor Deauville la percibe.
La torpeza del niño al empujar la puerta de la librería, no solo tiró al suelo el ejemplar que llevaba en sus manos, sino que hizo lo mismo con la niña de melena cobriza y vestido de tirantes. Ella no se enfadó, sino que le tendió la mano para que la ayudara a levantarse, sonrió y le preguntó qué estaba leyendo.
—Veinte mil leguas de viaje submarino —contestó el chico con un tartamudeo que lo hizo enrojecer.
—Mujercitas —dijo la niña mostrándole el libro que había caído con ella—. Al igual que Joe, seré escritora.
—Yo, científico, como Pierre Aronnax.
—¡Qué tontería! Si decides ser científico, solo serás científico. En cambio si escribes, puedes ser lo que quieras cuando quieras. Hoy científico, mañana astronauta, pasado actor…
A pocos pasos, el señor Deauville los miraba complacido.
Ese primer encuentro dio lugar a otros y entre narraciones, comentarios y las limonadas que les servía el librero, terminó el verano. Prometieron escribirse y lo hicieron. Para cuando se vieron el siguiente agosto, ambos habían escrito algunos relatos que corregían a la sombra de un viejo roble siguiendo los consejos del señor Deauville. Tuvieron que esperar hasta la universidad para estar todo el año juntos, pero a pesar de la fascinación que les producía París, en cuanto tenían unos días de vacaciones volvían a Limoges, a la casa solariega de él, y a la vieja librería.
Sin embargo, París logró abducirlos con sus múltiples posibilidades; pero las cosas que están a punto de suceder no suceden y acontecimientos no previstos se presentan con los brillos de los sueños. Era difícil resistirse. Él no lo hizo. Ella tampoco. Y las expectativas insensatas, condenadas por su propio exceso al desengaño, los llevaron a un punto que creyeron sin retorno. Por eso, nada más verla sentada a la mesa de siempre en el café de siempre, supo lo que Madeleine iba a decirle. Caminó unos pasos hacia ella pero a medio trayecto se arrepintió. No quería oírla. Prefería guardar su imagen mirándose al espejo que recordar eternamente unas palabras que no quería escuchar.
Y así, el mes de junio siguiente se instaló solo en la casa de Limoges y transcurrió el verano en un silencio acobardado y huraño apenas roto por escasas visitas a la librería. A veces hablaba en voz alta para escuchar una voz en la estancia vacía. Borraba en el ordenador capítulos de esa novela que no lo convencía y redactaba cartas a Madeleine que no sabía dónde enviar y que a veces ni llegaba a escribir. No podía calcular cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la vio, que tocó su piel. Miró por la ventana y sintió la ausencia entre sus brazos. Todo conspiraba contra su felicidad y, a pesar de ello y sin saber muy bien cómo, logró terminar la novela.
Adrien se acerca a los estantes donde están los libros encuadernados en azul. Recorre sus lomos con una mano cargada de nostalgia, la detiene en el título de Julio Verne que llevaba aquella tarde en que conoció a Madeleine. Lo coge, y entre sus páginas encuentra la flor seca. La gardenia que ella le había dejado para que la recordara. ¡Como si hubiera podido olvidarla!
—¿Nos vamos? —La voz del señor Deauville lo devuelve al presente.
—Deme un momento, por favor.
Se acerca al ramo de flores que está sobre la mesa, coge una y la mete dentro de las páginas del ejemplar de su última obra.
—Para ella, por si vuelve.
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