He decidido no volver a
saludar a mi vecino del 5º, llevo cuarenta años dándole los buenos días y aún
no se digna contestarme. Es un borde, un maleducado, un impresentable. Y su
mujer, punto menos, se cree que nació de la pata de Babieca o que es familia
del Cid. No se hablan con nadie del edificio. ¡Mejor!
Aquí estoy en la ventana, nerviosa, son las dos de la madrugada y mi niña que ya tiene treinta años, pero para mí es como si tuviera quince se le ha olvidado enviarme un mensaje de que iba a llegar tarde.
No comprende que cuando no tengo noticias suyas la cabeza me da vueltas y pienso siempre en que ha ocurrido lo peor, que está tirada en una cuneta, que la han violado, que la han asesinado…
Por favor, me
digo, imagina cosas agradables: se estará tomando un rico helado de turrón o
bailando en una discoteca o en la sobremesa de una mariscada, pero esos
pensamientos no consiguen quitarme ese miedo que me inunda el alma cuando mi
pequeña no está en casa.
Vuelvo a mirar a todo lo
largo de la calle y veo venir a una pareja conversando y riéndose, se detienen
en la farola de enfrente: ¡Cáspita! Es mi hija. Y ¿qué veo? Le está dando un
beso apasionado a un joven de espaldas anchas y cintura estrecha y cuando se da
la vuelta, ¡horror! Es el hijo de los vecinos del 5º.
Con esta pesadilla no
contaba. Me voy a la cama. Mañana veré qué me cuenta mi hija.
© Marieta Alonso Más
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