Lo que vio no era un buque de galeotes. Aunque tenía varios palos que debieron mantener muchas velas, estaba nuevo, y si llevara mucho tiempo en el fondo no podría conservarse tan bien. Al acercarse más, corroboró que todo era moderno en su interior. Se coló por una escotilla y nadó por los pasillos. Sorprendido, advirtió que todas las puertas, además de encontrarse abiertas, estaban sujetas por topes. Era como si alguien lo hubiera hundido con alguna intención. Entró en uno de los camarotes, luego en otro, recorrió los bares y salones, en ningún sitio percibió signos de vida ni de muerte. Todo estaba recogido, las camas, aunque revueltas por el oleaje, estaban hechas. Las vajillas de finísima porcelana y las talladas cristalerías, perfectamente alineadas en los muebles del office. Las sartenes, moldes y ollas, cubiertos sus metales por pequeñas algas, como viejos cadáveres en los cementerios, yacían en los vasares de la moderna cocina. Cuando ya comenzaba a subir, vio que en uno de los camarotes, quizá el más grande, había una caja fuerte. Estaba cerrada. Le echó una ojeada al manómetro. Se le acababa el aire. Volvería otra vez, se dijo impulsándose para salir.
Aquel día no comentó nada a sus compañeros de velero. Ni tan siquiera a Betina, su mujer, quien conociéndolo bien le preguntó qué era lo que tanto le abstraía.
A la mañana siguiente se preparó de nuevo. Metió en la bolsa algunas llaves y un fonendo. Al llegar al varado barco percibió que Betina lo seguía. Si pudiera le daría un grito, pensó. Lo que más odiaba de este mundo es que no lo dejaran en paz. Giró la cabeza y le pareció ver sus siempre sonrientes ojos. Aunque molesto por su presencia, decidió esperarla y mientras lo hacía admiró la belleza de su rubia melena que como si fuera el de una medusa de oro, era mecida por el agua.
Juntos entraron en el barco y mientras ella se entretenía recogiendo unas piezas de porcelana, y algún que otro vaso, él fue directamente al camarote de primera. Al acercarse a la caja fuerte vio que en lo que sin duda era la puerta, habían colocado unas piezas de metal que formaban flores superpuestas. De un pequeño gancho que había en uno de los laterales de la caja, grande, cuadrada, en la que el hierro apenas tenía manchas de óxido, había un manojo con cuatro llaves. Con los dedos limpió las algas pegadas al brillante acero. Todas eran diferentes, aunque tenían un punto en común: una letra grabada hacia la mitad del vástago. Pasó las manos por la los adornos de la puerta. En ningún lado encontró agujero por el que introducir las llaves. Tampoco había ninguna rueda de numeración. Al volverse vio que Betina lo miraba. Sorprendido, advirtió que cargaba una bolsa llena de pequeños objetos. Él levantando las manos se hizo a un lado. Ella dejó la bolsa en el suelo del camarote alfombrado de algas y conchas, y se acercó a la caja. Muy despacio, como si buscara algún extraño cierre, Betina pasó el dedo por los bordes. De pronto se volvió hacia él. Sin separar el dedo del lugar, con la otra mano le indicó que se acercara. Cuando llegó a su lado, apretó aquel pequeño punto. Las piezas que adornaban la puerta comenzaron a moverse lentamente hasta formar la estrella de los vientos. En cada uno de los puntos cardinales, se encontraba un agujero. Miró las llaves y comprendió el significado de las letras. Las fue introduciendo, una a una. Norte, sur, este oeste. El nerviosismo ante el tesoro que sin duda se mantendría dentro, produjo que su corazón latiera con tal fuerza que sintió un leve mareo. Cuando iba a girarlas, Betina le golpeó la espalda. Apenas les quedaba oxígeno, indicó señalando el manómetro. Él, aunque ya le faltaba el aire, intentó girar la llave del norte. Sentía que su pecho iba a reventar, miró hacia arriba y vio que Betina cargada con su bolsa, se alejaba. Una niebla blanca se introdujo en su mente. Intentó arrancar las llaves antes de irse, pero no pudo. El pecho le explotaba. Se dejó ir. Al entreabrir los ojos percibió que recorría un túnel de densa y blanca niebla en el que retumbaba una dulce voz llamándolo. Al acercarse a aquella magnética luz, le pareció vislumbrar que un ángel, con cabellos de oro y alba túnica, se inclinaba hacia él.
De pronto sintió unos golpes en la espalda y el olor del perfume de su esposa le llenó los pulmones.
—José, José —escuchó extrañado la voz de su mujer inclinada sobre él. Al abrir del todo los ojos, y aunque su dorada melena casi le cubría el rostro, percibió su gesto de malhumor—. Despierta. ¿Otra vez con esa horrible pesadilla?
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