No se hablaba en el país de
otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar
con una niña de quince?
Así, al pie de la letra:
quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle,
cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo
-distante tres leguas de Vilamorta- bendijo su unión con el señor don Fortunato
Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La
única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de
aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y
seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir
por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre
Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos
fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las
vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo.
¡Buen paso de risa!
Sin embargo, en los casinos,
boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en
los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que
Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor.
¿Quién era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos
brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el
Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro
en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que
vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia
ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que…. ¡pchs!, ¿quién se mete a
investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se
disfrutan y no se preguntan sus causas.
Que el señor Gayoso se había
traído un platal, constaba por referencias muy auténticas y fidedignas; solo en
la sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando ocasión de
invertirlos, cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta
por reales aún). Cuantos pedazos de tierra se vendían en el país, sin regatear
los compraba Gayoso; en la misma plaza de la Constitución de Vilamorta había
adquirido un grupo de tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares
nuevo y suntuoso edificio.
-¿No le bastarían a ese viejo
chocho siete pies de tierra? -preguntaban entre burlones e indignos los
concurrentes al Casino.
Júzguese lo que añadirían al
difundirse la extraña noticia de la boda, y al saberse que don Fortunato, no
sólo dotaba espléndidamente a la sobrina del cura, sino que la instituía
heredera universal. Los berridos de los parientes, más o menos próximos, del
ricachón, llegaron al cielo: hablose de tribunales, de locura senil, de
encierro en el manicomio. Mas como don Fortunato, aunque muy acabadito y hecho
una pasa seca, conservaba íntegras sus facultades y discurría y gobernaba
perfectamente, fue preciso dejarle, encomendando su castigo a su propia locura.
Lo que no se evitó fue la
cencerrada monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada sin reparar en
gastos, donde se habían recogido ya los esposos, juntáronse, armados de
sartenes, cazos, trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron
cuanto quisieron sin que nadie les pusiese coto; en el edificio no se
entreabrió una ventana, no se filtró luz por las rendijas: cansados y
desilusionados, los cencerreadores se retiraron a dormir ellos también. Aun
cuando estaban conchavados para cencerrar una semana entera, es lo cierto que
la noche de tornaboda ya dejaron en paz a los cónyuges y en soledad la plaza.
Entre tanto, allá dentro de
la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto pueden exigir la
comodidad y el regalo, la novia creía soñar; por poco, y a sus solas, capaz se
sentía de bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fue
al altar de Nuestra Señora del Plomo, se había disipado ante los dulces y
paternales razonamientos del anciano marido, el cual sólo pedía a la tierna
esposa un poco de cariño y de calor, los incesantes cuidados que necesita la
extrema vejez. Ahora se explicaba Inesiña los reiterados «No tengas miedo,
boba»; los «Cásate tranquila», de su tío el abad de Gondelle. Era un oficio
piadoso, era un papel de enfermera y de hija el que le tocaba desempeñar por
algún tiempo…, acaso por muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla,
eran las dos muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su
tocador, muy graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso.
Allí no se concebía, ni en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras
criaturas más que aquellas de fina porcelana.
¡Asistir al viejecito! Vaya:
eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día y noche -la noche sobre todo,
porque era cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce- se
comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan
simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de
Inesiña se conmovió: no habiendo conocido padre, se figuró que Dios le deparaba
uno. Se portaría como hija, y aún más, porque las hijas no prestan cuidados tan
íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en
eso justamente creía don Fortunato encontrar algún remedio a la decrepitud. «Lo
que tengo es frío -repetía-, mucho frío, querida; la nieve de tantos años
cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol; me arrimo a ti
como si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del invierno. Acércate,
échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por
Dios, abrígame; no te pido más».
Lo que se callaba el viejo,
lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés a quien
ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que,
puesta en contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría
un misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de su
robustez, su intacta provisión de fuerzas debían reanimar a don Fortunato, la
decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían a aquélla, transmitidos por
la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva,
ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que
Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el feroz egoísmo de
los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de
prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión.
Agarrábase a Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado,
delicioso, preso en la urna de cristal de los blancos dientes; aquel era el postrer
licor generoso, caro, que compraba y que bebía para sostenerse; y si creyese
que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la sangre en la
misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado? Pues
Inés era suya.
Grande fue el asombro de
Vilamorta -mayor que el causado por la boda aún- cuando notaron que don
Fortunato, a quien tenían pronosticada a los ocho días la sepultura, daba
indicios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya salía a pie un ratito, apoyado
primero en el brazo de su mujer, después en un bastón, a cada paso más derecho,
con menos temblequeteo de piernas. A los dos o tres meses de casado se permitió
ir al casino, y al medio año, ¡oh maravilla!, jugó su partida de billar,
quitándose la levita, hecho un hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le
inyectaban jugos: sus mejillas perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía,
sus ojos no eran ya los muertos ojos que se sumen hacia el cráneo. Y el médico
de Vilamorta, el célebre Tropiezo, repetía con una especie de cómico terror:
-Mala rabia me coma si no
tenemos aquí un centenario de esos de quienes hablan los periódicos.
El mismo Tropiezo hubo de
asistir en su larga y lenta enfermedad a Inesiña, la cual murió -¡lástima de
muchacha!- antes de cumplir los veinte. Consunción, fiebre hética, algo que
expresaba del modo más significativo la ruina de un organismo que había regalado
a otro su capital. Buen entierro y buen mausoleo no le faltaron a la sobrina
del cura; pero don Fortunato busca novia. De esta vez, o se marcha del pueblo,
o la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle
de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces! Y don Fortunato
sonríe, mascando con los dientes postizos el rabo de un puro.
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