sábado, 19 de octubre de 2024

Liliana Delucchi: Las horas muertas


 


—Mira lo que descubrí, abuela. ¿Me lo puedo quedar?

Laura levanta la vista de su bordado y se baja los anteojos para mirar por encima de ellos. Tarda unos segundos en enfocar a su nieta quien, de pie junto a una mesilla, parece tener algo que cuelga de sus dedos.

Sabe lo que es.

—¿Dónde lo has encontrado?

—En uno de los cajones del escritorio del abuelo.

—Déjalo en su sitio, no me gusta que revuelvas entre sus cosas. Y no. No te lo puedes quedar.

La anciana regresa a sus hilos a la espera de que esa preadolescente curiosa abandone la estancia. Cuando escucha la puerta cerrarse se da cuenta de que una mancha roja ha salpicado su punto de cruz. Se chupa el dedo. No es nada, solo un pinchazo. Esta niña me ha distraído.

Sin embargo, no puede concentrarse en el bordado. Mira hacia los ventanales y le parece verlo en el jardín. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido? ¡Qué más da! Ya pasó.

Esa noche un torbellino de recuerdos no la deja conciliar el sueño. Vuelve a su mente una madrugada de invierno, cuando la despertó su doncella para decirle que la policía estaba en el salón. Bajó las escaleras envuelta en su bata de seda y encontró a unos hombres uniformados junto a sus hijos. Alberto y Pablo con caras de consternación. Los visitantes con expresión de malas noticias.

—Han encontrado a papá sentado en el banco de una plaza. Muerto. Un ataque al corazón.

No recuerda quién de los dos lo dijo, solo que se cogió al respaldo de una silla para mantenerse en pie. ¿Muerto? ¿En una plaza? Pero si él odiaba los paseos bajo los árboles, a los críos con sus niñeras y hasta a los perros que se le acercaban a olisquearlo.

Los días siguientes están envueltos en la bruma de la morgue, visitas de pésame y abogados. El entierro se mantiene nítido en su mente, como la mañana de sol en que tuvo lugar. Y aquella mujer, alejada de los parientes y amigos, apoyada contra el mausoleo de los Álzaga, vestida de luto y con la cara hinchada por el llanto. Nadie supo decirle quién era. O nadie quiso.

Hay cosas que es mejor no saber, Laura, repetía su hermana una y otra vez. Y aunque ella hubiese preferido mantenerse en la ignorancia, siempre alguien opina lo contrario.

Así fue como se enteró de que a José María el ataque al corazón no le sobrevino mientras paseaba por el parque, sino en un burdel al que era asiduo. Sus amigos lo sacaron de la cama de su amante, lo vistieron y sentaron en aquel banco para dar cierta dignidad a su muerte. Hasta le colgaron del chaleco el reloj del que nunca se separaba. Se había detenido en las ocho menos veinte, la hora exacta de su muerte.

¿Cuántos momentos pasó con ese objeto en las manos, intentando discernir lo ocurrido? Le hacía preguntas que ningún tic tac contestaba, acariciando el cristal y la cadena, hasta que un día lo escondió en el fondo de un cajón del escritorio. Hoy su nieta lo había encontrado.

Su matrimonio fue como muchos de aquella época: Joven guapa y de buena familia, sin más pretensiones que ser esposa y madre, se casa con apuesto y acaudalado hombre, un poco mayor, pero bien situado. Una relación tranquila, sin una palabra más alta que la otra, con vacaciones a orillas del mar y cenas con muchos invitados. ¿Tranquila? Para Laura sí, pero parece que para su marido no. Recuerda que le solicitaba un poco de creatividad en sus relaciones sexuales, ella se persignaba y escondía la cara en la almohada hasta que él abandonaba el dormitorio.

¡Pobre José María! Yo lo empujé a los brazos de otras mujeres, hasta que encontró en el burdel una especial. Alicia Garmendia. Con el tiempo supo su nombre, fue cuando leyeron el testamento. ¿Lo habría amado? Él a ella sí, estaba segura.

Laura se cubre la cabeza con el edredón, pero no logra tapar sus pensamientos. Se levanta, se pone las zapatillas y atraviesa el silencio de la casa hasta el despacho que fuera de José María. Sabe exactamente dónde encontrarlo. Abre el cajón con suavidad, intentando no hacer ruido. Allí está, mudo como desde hace tantos años. Sus manos lo cogen con mimo, lo acaricia y lo esconde entre los pliegues de su bata. Mañana, se dice, mañana lo haré.

Al día siguiente llama a la oficina del notario de la familia. Él sabrá su dirección, ya que todos los meses le envía dinero.

Cuando Alicia Garmendia abre la puerta, Laura extiende su mano con el reloj.

—Él hubiese querido que se lo quedara.

 

© Liliana Delucchi

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