Por
la puerta siempre abierta se asomaba la cara de un niño. Sus ojos, negro
azabache, brillaban repletos de risas. En el establo que estaba a pocos metros,
una vaca pateaba el suelo y otra estaba acostada sobre la hierba. Hasta él
llegaba un penetrante olor: la mezcla de paja y estiércol.
Se
oyó la voz de la abuela llamando a desayunar. Era el día de su cumpleaños. A
mediodía irían a celebrarlo a casa de la tita Ofelia. Le encantaba comer en
casa ajena. La abuela siempre hacía cocido, pero su tita, no. Al primero le
llamaba aperitivos: queso, jamón, lomo, aceitunas, ensaladilla rusa… Todo le
gustaba. Luego le ponía en el plato un inmenso filete de ternera que el abuelo
cortaba a cachitos. De vez en cuando, el anciano le robaba uno y él hacía como
si no lo hubiera visto. Por fin el postre: arroz con leche. Y el primer regalo.
No sabía cómo se las ingeniaba, pero tita Ofelia siempre acertaba con lo que él
más deseaba y eso que estaba en una silla de ruedas. El regalo de los abuelos
era muy barato, cientos de besos. Lo demás eran malcriadeces, comentaban.
Luego
volvían a la finca para recibir la visita de su tío Ramón y su tía Hortensia,
las dos cuñadas se toleraban. Y lo mejor de todo, la llegada de sus cinco
primos. Recibía más regalos y a jugar. Era feliz entre tanta gente, entre
tantas emociones.
Pero
aquel cumpleaños terminó en desastre. Uno de los primos corriendo tropezó con
la mesa y el juego de té, la joya de la familia, se hizo añicos.
Han
pasado muchos años. Y todavía recuerda la expresión de terror de la tía
Hortensia y el grito de la abuela ¡Dios mío! Desde entonces detesta el té. Bebe
café.
©
Marieta Alonso Más
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