Era un buen hombre, amigo
de sus amigos, cordial, buen escuchante, poco hablador, fiel a su mujer,
trabajador, solo tenía un gran defecto a pesar de su buena posición económica.
La fama de tacaño, por las múltiples tretas que ideaba cuando llegaba el
momento de pagar, le hacían justicia.
Un día cuatro amigos
entre los que se encontraba nuestro hombre tuvieron que ir a la Capital por
asuntos de negocios. Y se pusieron de acuerdo para conseguir que, por una vez
en su vida, pagase Emiliano. Después de hacer las gestiones pertinentes se
sentaron a comer en un restaurante con fama de caro. Al finalizar los postres y
el café uno a uno fue yendo al aseo, dejándole solo. Por el camino uno de ellos
habló con el camarero para que le llevase la cuenta al que estaba sentado. Y
expectantes se quedaron a ver qué ocurría.
El camarero llegó a la
mesa y se encontró a Emiliano dormido. Le llamó tres veces, ¡Caballero! ¡Señor!
¡Oiga!, cada vez más alto, luego le tocó en el hombro para más tarde dejar caer
una copa que se rompió con gran estrépito a su lado. Nada. Se escucharon
ronquidos. Las mesas de los alrededores se percataron de lo que ocurría. Emiliano
seguía roncando.
Los tres amigos
intercambiaban miradas y risas entre ellos, con el camarero y con los otros comensales,
hasta que llegó el momento que la broma dejó ser simpática y cansados de
esperar y pasando un poco de vergüenza ajena, regresaron a la mesa, zarandearon
al amigo, y dijeron:
―¡Despierta Emiliano! Ya
hemos pagado.
Y Emiliano despertó.
© Marieta Alonso Más
Yo conozco algún tipo así. Con el sarcasmo que te caracteriza narras una historia que a todos nos ha pasado alguna vez. Me gusta.
ResponderEliminarCarmen Dorado.