Beatriz
se despertó sin saber por qué. Giró la cabeza hacia la puerta de su dormitorio
y vio una sombra. La puerta entornada se fue abriendo y preguntó:
‒¿Quién eres?
No
hubo respuesta. La mano derecha de la sombra tenía un objeto. Un grito sonó en
la noche.
Se
encendió la luz del dormitorio. Beatriz se encontró dando vueltas sobre sí
misma y parándose ante el ladrón, exclamó:
‒¡Qué haces aquí! ¡Estoy
harta de problemas!
El
ladrón con un pasamontañas donde sobresalían unos ojos verdes, portaba un
cuchillo de matar cerdos y una linterna pequeña. Le repetía sin cesar:
‒¡No quiero hacerte
daño!
Ella siguió dando vueltas repitiendo la cantinela hasta que el ladrón le puso la
punta del cuchillo en el cuello:
‒¿Qué problema tienes?
‒Tengo cáncer y ahora
hay un ladrón en casa.
‒Pues yo tengo
Sida.
‒Vale. ¿Y qué es lo
que quieres?
‒Dinero.
Treinta
euros en toda la casa. El ladrón lo contó y no se quedó conforme.
‒¡Venga, saca el
oro, las tarjetas, el ordenador!
Beatriz
se sentó en el borde de la cama e invitó al ladrón a sentarse al tiempo que le
decía:
‒¿Por qué no te
marchas? Te has equivocado de casa. Aquí no hay nada.
‒Ya, pero yo no lo
sabía ‒dijo con pena el ladrón.
‒Anda. Márchate.
No te busques problemas ni me los des a mí.
‒Vale. Me voy, pero
no llames a la policía porque regreso.
El
ladrón esperó a que Beatriz se acostara, la arropó y le apagó la luz. Sus pisadas marcaron
el camino de salida. De pronto se le oyó decir:
‒No te importa que
coja una bebida.
‒No. Toma lo que
quieras.
‒¡Hasta mañana!
‒¡Hasta mañana!
Y el
olor a sudor rancio que destilaba el ladrón se fue atenuando.
© Marieta Alonso Más
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