lunes, 12 de mayo de 2014

Marisa Caballero: La Medalla




            Nunca supo cómo llegó. Las lágrimas que inundaban sus ojos le impedían apreciar la luminosidad del día. Cuando se atrevió a levantar la vista, se encontró ante un precioso edificio neo mudéjar, el griterío de niños jugando en el patio del colegio llegó a sus oídos. Los latidos de su corazón se aceleraron, se llevo la mano derecha al pecho asustada por su ritmo. Fue entonces, cuando al tocar la medalla que colgaba de su cuello, recordó.
            
Llevaba unos días vaciando la casa de sus padres.  Hacía más de un año que su padre, había fallecido, su madre se fue diez años antes y no tenía sentido tener la casa cerrada. Había llegado el momento de retirar los recuerdos y ponerla a la venta. Su hermano delegó en ella el desagradable y doloroso trabajo. Los muebles, alguno de gran calidad, los repartirían o venderían a un anticuario. Esa decisión ya estaba tomada.         

Las joyas de mamá, salvo alguna cosa que se llevaría su cuñada, serían para ella, así lo manifestó en su momento. El bonito reloj de papá (era de su abuelo), para Luis su hermano. Siempre recordaría lo que la gustaba abrirlo, era de oro con un precioso labrado, se veía la maquinaria, aquellas ruedecitas, de diferentes tamaños giraban y giraban acompasadamente, sentada sobre sus rodillas, repetía, ¡otra vez papá!, y él con gran paciencia lo volvía a abrir y lo acercaba a su oreja, tic, tac, tic, tac. 

Todo fue relativamente fácil. En su antiguo dormitorio encontró sus juguetes. Los tacos cúbicos  del abecedario, con los que jugando aprendió a leer y que papá le enseñó cómo construir palabras. Aquella muñeca con pelo natural que ahora daba miedo verla, despeinada y con los ojos medio abiertos ¿cuántas veces la peinó mamá?, los cuentos que tantas veces había leído, las cartas escondidas de su primer amor, de sus amigas, todo se lo llevaría a casa. La habitación de su hermano no la tocó, eran sus cosas.

         El dolor la invadió en el cuarto de sus padres. Todo estaba igual, su padre se negó a tocar nada, ni dejó que alguien lo hiciera. Los trajes de su madre, su perfume, después del tiempo transcurrido seguía oliendo a ella. ¡Qué guapa estaba con el vestido rojo!, sintió la necesidad de ponérselo, su protección la envolvió, notó sus caricias y se encontró guapa, si se peinara como ella, serían iguales, todo el mundo lo decía, ¡no pueden negar que son madre e hija!, y sonrió con orgullo, la única diferencia era el color del pelo, aquél vestido se lo quedaría y alguno más, pasó su mano sobre ellos y volvió a sentirla, un estremecimiento recorrió su cuerpo, y se escuchó llamando a MAMÁ. 

           Su hermano no podría hacer lo mismo que ella, su estatura era diferente, el padre siempre con traje, él de sport, no creía que quisiera quedarse con nada. Aún así los acarició, como si los vistiera él, necesitaba encontrar su calor. Al abrir los cajones, encontró el joyero de madera de ébano, con las iniciales en nácar del nombre de su madre,  lo abrió, y recordó los últimos días de su padre, cuando incoherentemente repetía, el joyero, la medalla, ¡perdóname hija!, ni Luis, ni ella supieron a qué se refería. ¡Pobre!

            Sin saber por qué, sintió que hacía algo prohibido, era como si invadiera su intimidad, su madre nunca la dejó tocar sus cosas, pero había que hacerlo. Sus recuerdos la hicieron revivir momentos familiares. Esto se lo regaló papá el día aquel que..., o esto para su cumpleaños, hasta que llegó a una medalla, oxidada, que no había visto nunca, de esas que daba las monjas en el colegio, con la imagen de La Milagrosa en el anverso, y en el reverso  un texto, “inclusa" y un número.

       Buscó la carpeta donde guardaban las escrituras, y allí estaba, entre los documentos importantes, una escritura notarial de adopción, en ella figuraba su nombre.


            Había salido corriendo, no recordaba si dejó la casa abierta, ni cuando se puso la medalla, y allí estaba, en la puerta de la antigua inclusa, a ambos lados de la entrada, dos medallones con el relieve de un niño en pañales, como en el Hospital de los Inocentes de Florencia, su identidad había desaparecido, allí la dirían quién era.








No hay comentarios:

Publicar un comentario