jueves, 19 de febrero de 2015

Liliana Delucchi: Cordura


El grito. Edvard Munch
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Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas lo son cada una a su manera.         
Anna Karénina – L. Tolstoi








Apareció en su sueño una noche de invierno, con una sonrisa y un beso de final de película, y se quedó. Le urgía dormir, porque en cuanto cerraba los ojos él llegaba con sus brazos abiertos y ella se perdía en un pecho que olía a verano.

Con el tiempo no se conformó con sus visitas nocturnas, se presentaba en cualquier momento: mientras redactaba una demanda, cuando los iconos de los programas parpadeaban en la pantalla del ordenador, cuando se detenía ante un semáforo. Le contagiaba su risa.

Tuvieron una convivencia perfecta, él pronunciaba las palabras que ella quería oír y se desplazaba por su vida con seguridad.

No pudo encontrarle nombre, no había josés, ni luises, ni albertos que pudieran prestarle sus letras y no lo llamó de ninguna manera, por eso el día que al correr la cortina de la ducha se lo encontró bajo el agua, tan sólo dijo “buenos días”.      

-Estás fantástica –señaló su hermana mientras tomaban café -¿te hiciste un lifting?

-No, tengo un novio nuevo.

Se lo contó, entonces la otra buscó en su agenda y, después de garabatear en un papel, se lo dio.

-Es el teléfono de mi terapeuta.

No fue, ni llamó.

El domingo sonó el teléfono, a las diez en punto, como siempre y, como siempre, la voz de su  madre la conminaba a la comida semanal. “Y no te olvides de traer tu pastel de chocolate” fueron, como siempre, sus últimas palabras antes de cortar, sin darle tiempo a decir que había hecho uno de manzana.

Nada más llegar, a través de la reja pudo ver que al dúo hermana-progenitora se había sumado otra mujer que no conocía, “Eva, mi psicóloga”, le presentó la primera. El tribunal estaba formado.

-Verás, Eva, la excelente repostera que es mi hija menor, nadie la supera en esa mezcla de brownies y selva negra que nos trajo –dijo su  madre con la sonrisa de forzada placidez que le daba el  botox.

-No, hoy probaremos una nueva receta.

La señora de la casa entornó los párpados y sin hacer comentarios se dirigió a la cocina.

-Intentaron por todos los medios que hablara de ti –le contó a él cuando, por fin, regresó a su casa-  pero desvié la conversación y las tres brujas tuvieron que aguantar mis historias laborales.

Hundía la nariz en el pecho del hombre cuando esa voz metálica tan conocida gritaba a través del contestador “¿qué es lo que te pasa? No sólo me hiciste quedar mal con lo de la tarta de chocolate, te comportaste como una maleducada hablando de trabajo, sólo faltaba que bostezaras. Llámame.”

Empezó con dos sesiones semanales. Los martes y los jueves se transformaron en viajes a un pasado estructurado y a un presente aburrido, sin embargo, en las caminatas de ida y vuelta él la acompañaba.

-Estaba tan guapo... hicimos el amor toda la  noche.

-Creo que tendremos que aumentar tu número de visitas.

Obediente, cambió la organización de sus lunes, miércoles y viernes, renunció a las clases de salsa y a la merienda con sus amigas. Hasta que uno de esos días echó de menos su presencia a la salida de la consulta, lo buscó por la acera de enfrente, pero sólo había niños y viejos, tampoco la esperaba en casa. Al fin y al cabo, mamá tiene razón, es un hombre y, ya sabemos, cuando menos te lo esperas, te la juegan. Una noche en que el ruido del viento presagiaba insomnio él llegó más delgado, demacrado, parecía enfermo, se quedó sentado en una silla mirándola desde lejos, sin besos, sin abrazos, sin sonrisa. Y ella supo que ya no volvería.


-Mi novio me ha dejado –susurró mientras se perdía en una grieta del techo.

La inquisición se reuniría nuevamente el domingo, pero esta vez para celebrar su recuperada cordura, su madre prepararía lasaña y ella tendría que llevar el pastel de chocolate.

Detectó los primeros síntomas cuando a su hermana se le empezó a caer la silicona del labio superior y las costuras de los vaqueros de Eva parecían a punto de explotar en sus muslos, entonces recogió los restos de la tarta, sacó el matarratas de su bolso, lo colocó en la alacena junto al frasco de harina, y se fue.

En su casa estaba él, esperándola, desnudo, y con una copa de champagne en la  mano.




© Liliana Delucchi


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