La dama del armiño El Greco |
Huérfana
de libros y cualquier cosa que entrañara cultura, la señorita
Lozano atravesó los primeros veinte años de su vida a base de sonrisas. El
gesto de su boca era tan aceptado, que los mejores círculos de la ciudad
se la disputaban para que, sentada en un sillón, moviera el abanico al
compás de sus pestañas.
Su única
obligación era disertar con frases de no más de diez palabras, el modelo
de la señorita tal o el último estreno. El contenido de sus comentarios impedía
que la tildasen de tonta, alguien le había dicho que un toque de
timidez era femenino y elegante.
La noche
en que Don Roque Quirós la vio, solo pudo pensar en lo bien que quedaría
en la casa de campo del tarambana de su nieto. Desde hacía tiempo el anciano
buscaba una joven que sanease su estirpe en declive. Pepito no era malo,
ni siquiera tenía vicios, apenas una estupidez que no le permite ir más
allá que jugar con sus perros o montar a caballo. Pretender que relatara
el argumento de la ópera a la que había asistido la noche anterior, y que
su interlocutor fuese capaz de comprenderlo, era como ver la luna en una
noche de eclipse.
Don
Roque supuso que esa señorita con mohines sentada debajo del cuadro de La
dama del armiño, no rechazaría la oferta de un tonto con dinero. No se
equivocó. La señorita Lozano puso una condición, que el autor de La
dama del armiño le hiciera un retrato idéntico, siendo ella la
protagonista.
Convencerla
de que los muertos no pintan fue una ardua tarea, pero su futuro abuelo
pudo persuadirla ofreciéndose a comprarle el cuadro. Así fue como la obra
de El Greco pasó a la sala donde la esposa de Pepito recibía los jueves.
Enamorada
de su adquisición, la señora de Quirós pasaba horas delante del espejo
imitando la mirada, el gesto de la mano y la actitud de la dama.
Cuando según su particular punto de vista lo hubo conseguido, convenció a
su marido para que un pintor le hiciera su propio retrato. Idéntico
armiño, similar muselina para la cabeza y hasta las sortijas de la mano se
parecían, sólo que ella quiso agregar el collar que Pepito le regaló para
su boda.
Cuando
sus visitas hacían algún comentario sobre las diferencias entre los dos
cuadros, ella se limitaba a decir: "es que la pobre no tenía para
perlas".
© Liliana Delucchi
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