Esto era una vez una madre y una
hija; la madre se llamaba Maruja y la hija Marujilla. Esta era una moza
espigada y fina, clara de piel y de ojos vivos. Una tarde, las dos sentadas al
sol, una cosiendo otra leyendo, la hija Marujilla cerró el libro y así habló:
-Oh madre, decirte quisiera todo lo que pienso, lo que siento en estos
momentos.
La madre levantó los ojos oscuros y
arrugados por encima de las gafas, con asombro respondiole: - Dime, dime,
no me dejes sin saber, no me intrigues.
-¡Ay madre! sabes que no me aclaro,
si le amo o no le amo, porque me hace sufrir, ¡Ay de mí! No me gusta que
mire a otra, tan hermosos son sus ojos. Que sólo me escuche a mí con todita su
atención. ¡Los celos que me están quemando¡ Tan apuesto y elegante. ¿Acaso yo
no soy bella? Quiero ser más que ninguna. ¿No será madre, según
dicen los psicólogos, que mi padre no me hacía caso? ¿De ahí vienen mis enojos?
Sé que mi hermana pequeña era “la niña de sus ojos”, según decía la abuela.
-¡Que cosas tienes chiquilla! No hay
que mirar hacia atrás, buscando en la niñez los problemas de mayores,
escudriñando en trastos antiguos, que en nada se han de quedar.
Ambas recordando aquellos años,
sacaron antiguas penas:
-Yo sentía, madre mía, mucha rabia
cuando mi padre mimaba a la pequeña; sentía una gran zozobra y tú decías que
debajo de mi cama… ¡Había mucha pelusa!
La madre, señora Maruja, habló
entonces de las vidas de la gente y las amigas. Muchas vivieron en su infancia
y adolescencia situaciones muy penosas.
-Ya
ves, querida, las otras mozas, tus amigas: La Soraya, con su madre, pobrecita
tan enferma desde que era pequeñita siempre con su padre de la mano, ahora se
encuentra solita. ¿Y qué me dices de Josefina? Su padre un viva la
vida y la pobre de su madre con esa tristeza grande andaba como perdida.
También de madres raras, demasiado alegres o despegadas que dejaron a sus hijos
creciendo casi solitos, buenos ejemplos verás-, dijo:
-No busques moza querida, detrás de
ti sacar la partida; mira siempre hacia adelante buscando tu camino recto y
sereno. Prueba y vuelve a probar, ¡Anda! y si has de desandar, no temas porque
lo bueno para ti llegando está.
Así hablaba la madre. Y ya bajó la
cabeza y se puso a murmurar…
- Vidas muy diferentes las que
vivimos los niños cuando había poco que rascar; turbación, respeto y
austeridad, pero no la que dicen ahora, pues más que austeridad era
pobreza sin más. Y miedo a la autoridad, a la del padre, a la del cura y
las monjas, a la del administrador social, o como lo quieras llamar. Y siguió
la madre hablando:
-Las muchachas, todavía niñas,
en el pueblo con el cántaro en la cadera a por agua de la fuente para beber
y fregar, después de haber dejado la casa limpia como el “jaspe” y
habiendo comprado el pan. A mí, niña de ciudad, el cántaro se me escurría por
la escasez de cadera, y la falta de maña, para alborozo de las demás. Por
las tardes a coser, el punto de cruz, la vainica y el ojal. Esto era en el mes
de agosto, mes de campo sol, domingos de misa y fiestas.
- Pero la vida en la capital era
gris y fría. Las monjas mandonas reñían muy duramente por cualquier incidente,
colegio de la misericordia para niñas pobres, lo llamaban. Aunque en el barrio
no había otro y entonces “todos éramos pobres” tal como dice la madre de
Sandrita la que se fue a Londres; usaban un cachivache para atizar en la cabeza
a quien se portara mal. Más bien a quien charlaba o parloteaba, porque a lo
demás todo el mundo se amoldaba. Se llamaba “castañeta” por ser de madera y
abierta como castañuela, si bien grande y ovalada. Era lo que
había, se sabían poderosas, suyas eran razón y verdad.
-Ja, ja, ja-, reía la Marujilla,
-mucho daño no te harían-.
-Ah decir verdad, nunca me
dieron yo era prudente y callada.
Continúo la madre ya puesta en
evocaciones y cavilaciones, siguió con su perorata, entreteniendo a
Marujilla con sus historias de otrora.
-No sé yo si la vida de los niños de
la emigración del campo en ese tiempo de paz, se podría comparar con la que
tienen ahora los hijos de éstos que vienen de otros países lejanos.
Recelo que no sea igual, ya que ahora hay derechos. En aquel tiempo no
había si no estar “más derecho que una vela”.
-Ay madre, como te pones, con tu
charla y tralará; te vas por los Cerros de Úbeda o los de Monserrat.
-Ay hija, perdóname, me estoy
haciendo mayor, se nota porque me voy de una cosa a otra, del hoy hasta el ayer
y del ayer al mañana.
-En verdad creo-, dijo suspirando
Maruja, -que la atención y el cariño, la buena educación de los padres a los hijos,
es la mejor garantía para el día de mañana. Pero, me parece a mí que
cuando oigo hablar de educación, es de un Ministerio o
Consejería de lo que se habla.
-En
fin querida hija, otro día seguiremos, con otras conversaciones, chácharas o
anécdotas. Nos contaremos las penas y también las alegrías, para pasar la
tarde y solazar el día.
© Mª Paz Horcajuelo
Efectivamente, la educación se recibe de la familia, no en las escuelas, allí se aprende. Hay que vivir el presente, y aunque nadie aprende de lo ajeno, contado como una historia deja un gran poso. Me gusta
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Me alegra que te guste. Es cierto que nadie aprende de la experiencia de otros, pero todos nos enriquece.
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