Cape Cod al atardecer Edward Hopper |
Todavía no puedo dejarte solo, dice la
mujer mientras cruza los brazos bajo el pecho.
El hombre no levanta la cabeza, sigue
absorto los movimientos del perro. Lo llama en voz muy baja y adelanta la mano
como si tuviera algo de comer para él.
Se está poniendo muy bonito —sigue la
mujer—. De cómo llegó a ahora, vaya diferencia.
El hombre no se atreve a mirar hacía el
bosque, siempre está oscuro, como si el tiempo se esfumara entre esos árboles,
sin horas ni días. Siempre oscuro. Mirarlo es revivir la pesadilla de la
huida. Solo él consiguió llegar al otro lado.
En cambio esta pradera, aunque esté seca,
parece un mar lleno de olas, olas doradas que pueden llevarle a alguna orilla,
por eso le gusta mirarlo. Estas yerbas pueden quemarse, cuando tenga
fuerzas lo cortaré, y ese será mi regalo de despedida, piensa. Pero, ¿qué
habrá detrás de la pradera?
Hoy he preparado un estofado de conejo
—oye lejana la voz de ella—. Apareció en la puerta de atrás y zas, el perro lo
cogió y a la cazuela.
El hombre tiene que reprimir una náusea.
El bosque trae más regalos de lo que
parece. El conejo, tú, el perro y quién sabe qué más.
© Cristina Vázquez Salinero
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