La Nevada Francisco de Goya |
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
Elegía – Miguel
Hernández
Padre dijo que tenía que acompañarlos para
controlar que el cerdo llegue a tiempo a la fiesta. Maldito guarro, maldita
celebración, maldito invierno. La nieve no durará toda la vida, dijo. Eso
es lo que él cree, porque se ha quedado en nuestra tierra, porque no tiene que
sufrir este viento, pues estará preparando un arroz, como le enseñó madre,
mirando su huerto de naranjas, mientras yo me encuentro en medio de esta
ventisca, con cuatro desconocidos. De los dos esbirros del señor, uno lleva una
escopeta ¿será para el lobo? Hasta el perro lo mira con la cola entre las
piernas.
No siento los pies, mis manos hacen ruido
y cada vez que el aire se mueve, huelo el sudor de este castellano que hace
siglos no se baña. La mula se atasca con la nieve, por más que tiro de la
cuerda, avanzar es imposible.
Respiro, y siento que un millón de
cristales descienden por el pecho, clavándose en unos pulmones que ya no tienen
lugar para tanto hielo.
Echo de menos la brisa del mar, la arena y
los niños jugando en la playa. Allí estarán todos, mis sobrinos, mis
hermanos, quizás hasta los primos. Menos madre, ella se fue un día de
otoño. No te preocupes, me dijo, allá donde voy siempre hay sol; los abuelos me
estarán esperando, como yo aguardaré por todos vosotros. Te quiero, hijo. Fue
la primera, la única vez, que me dijo te quiero.
Eres el menor, el más fuerte, y es tu
obligación cerciorarte de que el regalo que le hacemos al señor llegue a su
destino, y que no se lo coman sus sirvientes, me dijo padre. Y partí, ¿qué
remedio? De nada sirvieron mis toses de los días anteriores. Escupir un poco de
sangre no es nada, así arrojas lo malos humores. Padre, que me cuesta respirar.
Demasiadas contemplaciones abrigó tu madre contigo.
Me cambiaría por el cerdo, al menos a él
lo lleva la mula. Dos jornadas más, eso es lo que dicen mis compañeros de viaje.
No nos miramos, imposible levantar la cabeza; mi capa está dura por el hielo y
las botas son incapaces de contener tanto frío.
Tengo que seguir. Si me caigo estos me
dejarán y el guarro nunca llegará a su destino. Esputos rojos empiezan a
cubrir mi manto, la tos no cesa. Dicen que pasado el monte encontraremos otro
clima. Sólo quiero poder respirar.
¿Es humo eso que veo detrás de los
árboles? Tal vez de una cabaña. Quizás podamos refugiarnos por un rato, tomar
un caldo, un vino... Seguimos avanzando; las ramas ahora se mueven con pereza,
la misma que ataca a mis acompañantes, vamos más despacio y hasta parece
que el viento amaina. Todo se ralentiza.
Bébete esto, chaval, me dice uno de los
castellanos. El aguardiente me quema, debo tener el gaznate herido. Siento
calor... Estoy sudando.
Alguien me cubre con una manta. ¿Quién se
pega a mi cuerpo? Siento la canícula de agosto. Sus voces se alejan. No quiero
más aguardiente.
Debe ser verano, porque más allá de la
loma hay un sol rojo que tiñe los naranjales. La línea azul que veo tiene que
ser el mar. ¿Dónde está el cerdo? ¿Dónde la mula? Se han ido. Todos se han
quedado en medio de la nieve. No sé cómo he llegado aquí, a este camino en
medio de vides. Las ramas del quejigo mecen el aire; pájaros de mil colores,
como nunca había visto, van de rama en rama. Alguien canta. Son labradores,
están recogiendo la uva; mozas con cántaros en la cadera les dan agua. La
casa... La casa que está más allá del viñedo es la mía. Hay una mujer en la
puerta, me sonríe. ¡Abrázame, madre!
© Liliana Delucchi
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