En la Galería John Singer Sargent |
El orden y la moralidad fueron las
premisas fundamentales en la vida de James, además del respeto por sus
semejantes y la contemplación de la Naturaleza. Era descendiente de un
conocido pastor anglicano que llegó en el Mayflower, hecho muy valorado por la
familia y repetido generación tras generación, así como unos giros
lingüísticos, que aunque quedaron anticuados con el paso del tiempo,
transmitieron como una señal que reconocían entre parientes lejanos.
Sus antepasados habían partido de su
Inglaterra natal por ardor religioso, para purificarse de los males que
aquejaban a la Iglesia Anglicana, y el primero que descendió en el nuevo
continente, fue el famoso pastor de encendido verbo y vida ejemplar, deseoso
de propagar su Fe en esas tierras. La devoción religiosa no impidió que hiciera una importante fortuna, pues con el trabajo se gana el cielo.
Pese a las convicciones en que James
se crió, nunca tuvo una sensación de plenitud en la lectura de la Biblia ni en
los rezos colectivos. Aunque en los tenebrosos valles, el Señor le guiara con
mano firme, se asustaba. Le reñían por contemplar extasiado las
puestas de sol, el vuelo de las aves migratorias, o el perfil de una mujer que
en la Iglesia le hacía perder el orden de los salmos.
Cuando llegó el momento de casarse,
sus padres consideraron oportuno el matrimonio con una prima tercera,
devota, rica y de apariencia recatada, que reconocía los dichos familiares a la
perfección. Él no conocía mujer y cayó entusiasmado en sus brazos, pese a que
ella le obligaba a rezar antes de cumplir con el sagrado sacramento. Como eran
jóvenes y se gustaron, los rezos quedaron en brevísimas jaculatorias, que eran
más un código entre ellos para empezar sus quehaceres amorosas que una
auténtica oración. Pero pasados algunos años, que no fructificaron en hijo
alguno, James volvió a sentir la temida insatisfacción.
Las puestas de sol, el esplendor de los
cerezos en primavera, el paulatino discurrir del río cercano a la casa que se
había construido lejos del bullicio, pensando en criar ahí a sus hijos, se iba
desvaneciendo como ilusión y realidad, y en lo que más se entretenía era en
mirar a las mujeres, que terminaron por parecerle la más perfecta creación de
la Naturaleza. Un día le dijo a su mujer que la amaba, pero que necesitaba
tener alguna otra perfección en su vida; como el engaño no entraba en su código
moral, estaba seguro de que en la casa, tan grande y desocupada, cabría otra
mujer. Ella, con los ojos clavados en el cielo, lloró, se sintió
inservible, pero la entereza de él en asegurarle su devoción y la promesa de
mantener siempre un orden, en el que ella sería la primera, la
convencieron. Era un hombre de palabra, y le parecía infame seguir siendo
anglicano y tener dos mujeres, por lo que resolvió hacerse mormón, para
estar en paz y orden con la carne y el espíritu.
Ella estuvo asustada y triste, pese a sus
continuas demostraciones de cariño, hasta que vio que la mujer que trajo, era
amable, educada, no interfería en su relación y cuando él se iba en
ausencias más o menos largas, se acompañaban en las tareas de la casa y se
entretenían haciendo labores juntas. Tampoco nació ningún
hijo.
En silencio y con benevolencia siguieron
sus vidas, hasta que al cabo de unos años, volvió a surgir en James la terrible
insatisfacción, su desaliento en la vida y como ellas ya le conocían y le
amaban, le buscaron una mujer buena y sensata, al gusto de ellas, que al
fin y al cabo era el de él.
Las labores primorosas que legaron las
tres mujeres, se expusieron durante un tiempo en la casa que se dejó, al no
haber herederos, como museo representativo de la vida de una típica
familia americana, hasta que un terrible tornado la destruyó, casi un siglo
después de que hubieran muerto todos.
© Cristina Vázquez Salinero
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