El
grupo de amigos que despidió a la pareja,
el sábado de madrugada en una terraza de Zocodover, no podía imaginar que, no
volvería a verlos con vida nunca más.
La sobremesa se había alargado, como siempre,
desde que el grupo se reunía tres o cuatro veces al año para cenar, para verse, para disfrutar juntos de una
amistad que venía de antiguo. Besos, abrazos, promesas de llamarse y reunirse
pronto otra vez…Cristina respiró hondo al quedarse a solas con Pedro, propuso:
−Yo
conduciré, así podrás echar un sueñecito.
−Ok,
gracias cariño, contestó, y pronto se
quedó dormido.
Conducir
la relajaba y, la noche era soberbia, la luna llena hacia visibles las tierras
castellanas, casi planas, suavemente onduladas. Los cultivos de viñedos y
olivares alternaban con tierras de labor recién aradas. Minúsculas casas
blanqueadas con zócalos color añil, destacaban en la noche. El paisaje
modificado por el hombre siempre la emocionaba, aunque lo hubiese visto
montones de veces.
¡Si
pudiera detener el tiempo!, pensó, viendo dormir confiado a Pedro, su marido. ¡Si
pudiese recordarlo siempre como ahora! Joven, amante, padre, compañero y amigo.
Si pudiese olvidar el diagnóstico y los
síntomas de mi enfermedad cada vez más inequívocos.
Miró
el paisaje, ¡No quiero olvidar! ¡No quiero perder mis recuerdos, mi identidad! ¡Quiero
seguir siendo yo misma! Apretó el acelerador. Olivos, viñedos, tierras de labor
se sucedían, cada vez más rápido, cada vez a más velocidad. Sus recuerdos
también se sucedían. Su infancia, juventud, Pedro, sus hijos. Una y otra vez,
sus padres, sus hermanos, sus hijos, Pedro, Pedro.
Una
liebre cruzó la carretera y se quedó clavada, cegada por las luces del coche.
Intento esquivarla.
¡No
quiero olvidar! ¡No, No! Chirriaron los frenos y el coche dio tres vueltas de
campana. La luna seguía iluminando el paisaje ajena al drama.
© Socorro González-Sepúlveda Romeral
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