Las brujas de San Millán, 1907 Ignacio Zuloaga Zabaleta |
Sin
más compañía que su sombra, Angustias atraviesa las oscuras calles en dirección
al barrio de San Millán. En el momento en que una de las pocas farolas dibuja
un círculo de luz sobre su zapatilla, se da cuenta de que no había sido lo
pulcra que pretendiera. Sentada sobre el escalón de una de las casas, con un
poco de saliva limpia el rastro de sangre. Como dijo una vez mi madre, piensa,
un escupitajo a tiempo lo salva todo. Igual, el farol de lata del que se enorgullece
Jerónima no dará luz suficiente para que esas brujas puedan ver si ha quedado
alguna mancha, y si quedó, siempre puedo decir que estuve matando una gallina
en casa de la señora. Porque en la casa en la que sirvo, sí que se come, no
como en las que ellas friegan, donde ni los mendrugos son de cada día.
El
aire que se cuela por el sayo le produce un repentino temblor. Apura el paso pensando
en el comienzo del rosario. No llegas tarde, Angustias, nadie sospechará de ti.
Terminado
el rezo y con la bendición del párroco, las ancianas abandonan la iglesia para
dirigirse, como cada atardecer, a la plaza donde se reúnen para comentar los
acontecimientos de la jornada. En torno a un fuego escaso, se quitan la palabra
la una a la otra; miradas suspicaces recorren el semicírculo en busca de algún
matiz que corrobore que las sospechas sobre la conducta de alguna de ellas son
ciertas: un hijo acusado de robo, una nuera descubierta en situación dudosa…
hasta una sopa con poca sal, son motivo de deshonra.
En
medio del grupo, Angustias mira hacia la calle. Teme la aparición del alguacil,
ese gordo con la nariz colorada por el orujo, con la chaqueta lustrosa a causa
de los manchones y el pelo ralo, que anda husmeando por donde no debe. Ella ha
dejado la puerta bien cerrada, incluso puesto una frazada a los pies de los cadáveres
para que la sangre no salga por debajo de la tranquera. Ya verás, Sagrario, lo
que les pasa a las jóvenes presumidas que van por ahí quitando el novio a las
otras. Sí, tu Adela es rubia y tiene buen tipo, pero va por el pueblo con la
nariz para arriba y nadie la quería, solo mi Bernarda, que la ayudaba con el
huerto, que le enseñó a sacar lustre a los cacharros y ¿que recibió en pago?
Que le quitara el novio. Días sin comer estuvo la pobre, hasta que sus caderas
redondas quedaron como estacas. Pero mi hija tiene madre, y una madre tiene que
salvar el honor de su hija. Ahí estaban los dos tortolitos, ella bordando, él
mirándola con arrobo. ¿Cómo está Doña Angustias? Tuvo el coraje de preguntarme
el muy mierda. ¿Cómo iba a estar? Furiosa. No se lo esperaban. No fue difícil,
no para alguien acostumbrado a degollar terneros. Ahora sí que van a estar
juntos para siempre.
Angustias
se frota las manos, les da su aliento para calentarlas, mira de soslayo a su
vecina y le pregunta:
-Bueno,
Sagrario, ¿cómo está tu Adela?
-Muy
contenta, preparando su ajuar.
©
Liliana Delucchi
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