Acetre nazarí de la Alhambra, Granada. Siglo XIV |
NOVIEMBRE
«La infancia tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir; nada hay más
insensato que pretender sustituirlas por las nuestras».
Jean Jacques Rousseau (1712-1778)
Escritor suizo
No quería perderme nada de ellos y decidí
guardarme hasta sus últimas lágrimas en un pequeño cubo de lata desgastado por
el tiempo. Pensé que, aun siendo pequeño, sería suficiente para guardar esas
tímidas perlas, que en algunas ocasiones brotaban caprichosas de sus ojos
llenos de luz, de mirada clara, transparentando sus almas.
«¡Algún día, llegado el momento, verteré sus
lágrimas desde lo alto de una gran montaña y desde allí podrán ver cómo es el
mundo!», pensaba, mientras observaba mi cara en su cubo reflejada.
«¡Tendrán que abrirse camino con fuerza y
perder sus miedos y, en su solitario camino, otras corrientes y otras aguas se
unirán a ellos!».
Un día y sin esperarlo, el Sol se alzó con
fuerza. Nada ni nadie podía apagar su luz, su calor y resplandor. Oculté temerosa
el cubo, pero el Sol absorbió las lágrimas.
—¿Dónde están las lágrimas que has ido
guardando durante estos años con tanto anhelo? —me preguntó el viento
susurrándole a mi oído con cierto miedo.
—El Sol las ha absorbido y no he podido
detenerlo.
¿Ves aquellas nubes libres y juguetonas que
aparecen en el cielo?
Están compuestas de miles de lágrimas de
cientos de niños, que un día, al igual que ellos, crecieron.
Y del cielo caerá agua, formándose
tormentas, rayos y truenos y de ahí llegará la calma creándose de nuevo senderos
y caminos que limpiarán a su paso sus miedos.
Paletas cromáticas de mil colores les
acompañarán y se dejarán llevar en muchas ocasiones por la vida y por el tiempo.
No pude retenerles. El ruido del agua, el olor a hojarasca mojada y los mil y
un tonos de la tierra en su trayecto les acompañan. Han perdido sus miedos,
ahora avanzan con fuerza y atrás dejaron sus lágrimas. Ya no necesitan mi cubo
de lata plateada.
© María
del Carmen Aranda
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