«La
soberbia es una discapacidad que suele afectar a los Pobres
Infelices
Mortales, que se encuentran de golpe con una miserable
cuota de Poder».
José de San Martín (1778-1850)
José
tenía el pelo blanco, cojeaba un poco y el peso de sus años se reflejaba en sus
hombros, ya algo caídos y de aspecto cargados.
Me miró
moviendo sus pupilas de arriba hacia abajo mientras, sus gafas algo opacas
intentaban ocultar unos ojos húmedos por el tiempo ya cansados.
Acababa
de salir de una reunión cabizbajo; su jefe, un soberbio hombre de negocios, le
había, sin saber el porqué, ridiculizado.
¡Qué
ingrato hace a los hombres el poder! Qué comportamientos tan soberbios hacen a
esos hombres creer que lo tienen todo, sin ser conscientes de que en realidad el
poder que ejercen es simplemente un poder alquilado; alquilado por una nómina,
alquilado por un contrato.
Cuántas
palabras había silenciadas en los ojos de José, cuántos miedos e intrigas
inesperadas habían, a lo largo de su vida sus ojos presenciado.
José
cogió su maletín marrón, ya algo pesado por los tickets, anotaciones de sus
viajes, reservas de hoteles, hojas de gastos…, que a lo largo de los años había
ido acumulando; miró el reloj y con una última y tímida sonrisa en sus labios,
nos dijo adiós levantando ligeramente su temblorosa mano. El pequeño pitido de
la máquina de fichar le anunciaba su último día de trabajo.
Salió
por la puerta, por una puerta grande, erguido, airoso y laureado a pesar de los
agravios sufridos por la envidia de un superior traumatizado. El poder
alquilado quedó atrás con su codicia y soberbia en su piel instalada, en
soledad, con las inscripciones de los sabios consejos de José llenos de
significado y envueltos de sentido, en su mente grabados.
—¡Pobre
de aquel jefe alquilado! —decían—. Creía ser alguien mientras estuvo
contratado; pobre infeliz que a tanta gente ha ridiculizado. ¿Y todo para qué?
Él, que
tuvo el poder y no supo controlarlo. Él, que creía ser Dios, mírale, está solo
con las piedras hablando.
© María del
Carmen Aranda
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