Samovar |
El rumor del viento cada vez más fuerte
brindaba esa sensación de frío que hacía arrebujarse en una manta y acercarse
al samovar. Sentados a la mesa, frente a un cenicero de cristal de roca, el
escritor y dramaturgo pensaba que los destellos del mismo iban al unísono de
las voces de Sasha y Kolia.
Hablaban de dinero. Sasha su querido e
inestable hermano daba cuenta de sus tribulaciones. Inteligente, más con ideas
confusas, era un especialista en buscarse problemas. Su hermano Kolia, buen
caricaturista y holgazán, entrelazaba sus quejas sin esperar su turno. Sus
lúcidas mentes nunca les llevaron por un camino de responsabilidad, en su
deambular, hallaron en el vodka mayor satisfacción.
El guirigay entre los dos hermanos llegó a
su fin, despidiéndose después de haber conseguido lo que habían ido a buscar.
Quedó solo en la estancia. En la cocina se
oían los ruidos habituales, la charla entre Eugenia, su resignada y llorosa
madre y Masha, su absorbente hermana. Su mujer, Olga, se encontraba en San
Petersburgo representando a Nina, la protagonista de una de sus obras. En una
semana estarían juntos. Su recuerdo le hizo sonreír y un halo de tristeza le
inundó por hallarse solo estando rodeado de tantas personas.
Con un suspiró se levantó en busca de papel.
Nada mejor que escribir para ocupar su tiempo.
¿Qué estaría haciendo Olga? Quizás dormía
después de una noche de trabajo, de cenas, de bailes. Terminaba agotada al
tener que acostarse al amanecer. Era una mujer vital, apasionada. Una vez se
enfadó con él cuando la llamó: “Mi fría alemana”. Su mujer le repetía hasta la
saciedad que le amaba. Él sonreía… Y al igual que en sus cuentos no daba la
razón ni la quitaba.
La verdadera pasión de su esposa era el
teatro al que dedicaba más tiempo y esfuerzos. Era joven. Hablaba de
remordimientos por abandonarle durante sus largas temporadas teatrales. Volvió
a sonreír. El papel en blanco esperaba.
Levantó la mirada y sus ojos se posaron en
la repisa donde un sobre llevaba escrito su nombre: Antón Pávlovich Chéjov. Sin
dirección, sin sellos. Los ojos se le iluminaron, había encontrado un tema.
Comenzó a escribir con parsimonia, lo corrigió una y otra vez… para legar al
mundo uno de los cuentos más triste de Navidad.
© Marieta Alonso Más
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