A mi amiga del alma,
Pepa, le hubiese gustado ser alta, rubia, cuerpo de modelo, ojos claros. Todo
lo contrario. Eran diez hermanos, nueve mujeres y un varón, nació en el quinto
lugar, la mitad, por lo que no fue de las mayores ni de las pequeñas. Tampoco
el chico.
Toda la familia tenía
la tez clara menos ella, que dio el salto atrás. Su abuela fue una mulata
preciosa que conquistó al español recién llegado a Las Antillas. No se engañen.
De su abuela solo sacó el color de la piel, dorado tostado subido de tono y el
pelo tan rizado que parecían caracolas. De niña no era fea, se echó a perder en
el camino. Siendo una adolescente pedía que le hicieran trenzas para disimular
los rizos.
Se dedicó a
estudiar. Las hermanas se casaron con todos sus amigos. Y digo con todos porque
algunas repitieron hasta tres veces. Su cantera de cuñados fueron mis ex y la
Universidad.
Tiene un don
especial para ser amiga de los hombres. Bien digo: amiga. Hablaban de
literatura, política, problemas sociales, intercambiaban apuntes, les invitaba
a casa y ése era su gran error. Ninguno la miró jamás con esa chispa, ese
acaloramiento que notaba cuando me miraban a mí o a sus hermanas.
Las hermanas
formaron una familia, hasta yo, Claudia, su gran amiga, encontré a Luis, que es escorpio como ella, con una excelente memoria, intuitivo y algo misterioso. Aman las conversaciones profundas y brindan apoyo a sus seres queridos.
Mi amiga Pepa, un día
escribió un cuento y lo mandó a un concurso. Ganó el primer premio. Toda
emocionada lo enseñó a su familia, una sobrina nieta comentó:
-Espero
que no te hayan dado el premio por ser negra.
Menos mal que la
madre salió en su defensa diciendo: Se lo he ganado a pulso. Es la más
inteligente de la familia. Y remató: Por eso se quedó soltera.
© Marieta Alonso Más
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