Son las cuatro de la tarde.
Como cada viernes a esa hora, Eduardo debería de encontrarse en la cafetería de
la Plaza Mayor, saboreando un delicioso café de Colombia, para él el mejor del
mundo, con su mejor amigo de la niñez. Pero hoy ha decidido no ir.
Según él, se siente «depre» y
quiere dormir toda la tarde. El pobre es tan negativo y supersticioso, que si
algún día se da cuenta de que se ha levantado con el pie izquierdo, se vuelve a
acostar. Y ahí se queda toda la mañana.
La banda sonora de «Piratas
del Caribe», le sobresalta. Aunque se acababa de
echar, ya estaba medio dormido, así que a duras penas consigue encontrar a
tientas su móvil, que está encima de la mesilla.
—¿Quién es? —contesta con
desgana.
—¡Quillo! ¿Dónde estás? —pregunta
una voz masculina con acento andaluz—. Te estamos esperando.
—¡Ay no! Hoy no podré ir.
Me siento mal.
—¿Qué mal, ni mal? ¡Vente
pacá ahora mismo! Que ha venío la Macarena a verte.
—¿Macarena? —pregunta
Eduardo gratamente sorprendido. Y tirando de su cuerpo como puede, se levanta
de la cama—. Vale, voy para allá.
Mientras, en la cafetería, Pedro
y Macarena esperan impacientes a que llegue su amigo y poder realizar su típico
ritual de todas las semanas, embriagándose con el intenso aroma de ese maravilloso café que prepara Lola,
su camarera favorita.
Macarena, que es lista como
ella sola, de pronto les sorprende con un comentario.
—Mirad, chicos, me he
vuelto quiromante.
—¿Cómo dices? —preguntan
los dos hombres a la vez.
—Que sí, que sé leer el
futuro. He hecho un cursillo, y no veas lo bien que se me da.
—¡Venga mujer, tú estás chalá! —comenta Pedro.
Macarena hace caso omiso
del comentario de Pedro. Y sin más, se dirige a su otro amigo:
—A ver, Eduardo, dame tu
mano —exige muy resuelta.
—Mi mano, ¿para qué? Yo no
creo en eso.
—¡Chiquillo, dale la mano!
—le ordena Pedro con su graciosa forma de hablar.
—¡Que no, te digo! Que a mí
eso no me va.
—Chacho, ¿vas a dejar a la
muchacha to tirá? No seas malaje,
hombre.
—¡La leche! ¡Qué pesados
sois! Venga. ¿Qué dice esa mano? —pregunta mientras se siente algo molesto por
tener que hacer lo que le piden.
Macarena observa
detenidamente cada surco, cada pliegue, con mucho interés. Parece no querer
perderse ni un solo detalle. Como si estudiando esa mano, estuviera adentrándose
en la novela que narra la vida de Eduardo. Presente, pasado, futuro… toda la
información abriéndose para ella sin ningún esfuerzo.
—¡Madre mía! —termina por
decir Macarena.
—¿Qué pasa? —se asusta
Eduardo.
—Vas a encontrar al amor de
tu vida.
—¿Cuándo? —quiere saber él
con el corazón alborotado.
—Ya mismo. Lo vas a ver. ¡Y
hay más! El dinero y la abundancia están llegando a raudales.
—¿Cuándo? —pregunta con
sudores por todo el cuerpo.
—En breve. Así que tienes
que estar muy atento a las señales, mantenerte positivo, y agradecer desde ya,
los regalos que te está enviando la vida.
—¡Compadre, qué suerte
tienes! ¡La madre que te parió! —exclama Pedro.
Eduardo está que no está,
con la mente puesta en aquella nueva relación, rodeado de abundancia. Ya se
imagina conduciendo su nuevo coche, viviendo en su precioso chalet de tres
plantas, y tomando café en el porche con el amor de su vida. Hasta cara de
tonto se le ha puesto.
—Anda, Eduardo, vete a dar
una vueltecita, que te sentará bien el aire fresco —recomienda Macarena con una
sonrisa de satisfacción.
Eduardo obedece y sale de
la cafetería con el porte de un verdadero triunfador.
—Niña, ¿tú desde cuándo
sabes leer la mano? —pregunta Pedro con admiración.
—Yo… Desde nunca. Pero
verás como éste se lo cree, y le empieza a ir bien. Así se le quitan todas las
tonterías. Anda, cierra la boca, y tómate el café, que se te enfría.
© Ana María Rodríguez
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