Allá en el fondo del
mar salado,
estuve cerca, cerca de
un mes,
y he visto peces tan
chiquititos
como la punta de un
alfiler.
Cuatro camaroncitos diéronme
de comer,
y una sardina arenque
me sirvió el café.
Agua dulce pedía, agua
que no me daban,
y un tiburón decía: «Eso
sí que no hay aquí».
Con esa canción infantil me
dormía mi madre. Y desde entonces el sentimiento hacia esa inmensa masa de agua
salada es indescriptible, el amor se cuela entre las cabrillas blancas y
espumosas. En la playa me siento en la orilla a contemplar el infinito y el
susurro de las olas me trae paz, leyendas, frases y botellas con mensajes secretos.
No es de extrañar que la
gente de mar y los poetas tiendan a hablarle como si fuera una mujer. Y que en
la literatura aparezca como protagonista de muchas obras. También a la música
le gusta el mar, quien no recuerda a Charles Trenet cantando «La mer» que tuvo
más de cuatrocientas versiones, y quien no ha disfrutado con el final de la
obra sinfónica de Claude Debussy. Y los pintores que desde muy antiguo han
creado esas maravillosas marinas.
Jules Michelet escribió: «Mucho
antes de vislumbrarse el mar, se oye y se adivina el temible elemento. Primero
un rumor lejano, sordo y uniforme. Poco a poco cesan todos los ruidos dominados
por aquél. No tarda en notarse la solemne alternativa, la vuelta invariable de
la misma nota, fuerte y profunda, que corre más y más, y brama».
Y es que la mar no deja
indiferente. Nos brinda misterios, tragedias…
Como la catástrofe conocida
como el Naufragio de los diez veleros en la isla de Gran Caimán. El Cordelia
era una nave que formaba parte de una flota, y se topó en 1794 con un arrecife
coralino, sus señales no sirvieron de nada y todos fueron encallando uno detrás
de otro. Los que vivían en ese lugar tomaron sus botes y lograron rescatar con
vida a todos los tripulantes y pasajeros. Se dice que por ello el rey Eduardo
III la liberó de impuestos.
El famoso Triángulo de las
Bermudas situado entre Puerto Rico, Fort Lauderdale y las Bermudas en el océano
Atlántico, con sus extrañas teorías: entre ellas la desaparición de un
escuadrón de cinco bombardeos de los Estados Unidos de América en 1945.
Y la Roca del Obispo, la isla
más pequeña del mundo, con un faro que ocupa casi toda la superficie. Se dice
que en el siglo pasado algunos criminales fueron abandonados allí con un poco
de pan y agua.
No nos olvidemos de los
barcos fantasmas, sin tripulación y flotando a la deriva. Tal vez un calamar
gigante es el causante de que esos barcos sigan surcando los océanos.
Los atlantes si hacemos caso
a Platón eran unos tipos que parecían de otro planeta y que vivían en esa isla
mítica, llamada la Atlántida, desaparecida en la noche de los tiempos. Estaba
ubicada más allá de las Columnas de Hércules y se la describe como más grande
que Libia y Asia Menor juntas.
Sorprendente es el
archipiélago de San Blas, un auténtico sueño, donde viven los indios Guna. Y
yendo de una isla a otra te cuentan la leyenda de una isla que se hundió tras
un terremoto y que dio lugar a las llamadas piscinas naturales. La profundidad
del océano aquí es de poco más de medio metro y en varios bancos de arena
puedes estar de pie con el agua a los tobillos o a la rodilla. Imposible
imaginar esa sensación de estar de pie en pleno océano rodeado de agua. Son
momentos que no se olvidan, son los caminos del mar, es ese confidente que te
habla en secreto.
Decía Karen Blixen que la
cura de todos los males es el agua salada: el sudor, las lágrimas, el mar.
Para Osho algunas leyendas
señalan que el mar es la morada de todo lo que hemos perdido, de todo lo que no
hemos tenido, de los deseos frustrados, de los dolores, de las lágrimas que hemos
derramado.
En cambio Irene Nemirovsky
pensaba que: No se puede ser infeliz cuando se tiene: el olor del mar, la arena
bajo los dedos, el aire, el viento.
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