Cuando se despertó, se sintió confuso. No
sabía ni donde estaba ni lo que había pasado. No recordaba nada. Miró a su
alrededor. Estaba tumbado en el suelo junto a una charca. Veía arbustos y
setos. A lo lejos había una casa grande con muchas ventanas, una gran
escalinata, muchas chimeneas. Se arrastró hacia la charca y, al mirarse en el
agua, tuvo un sobresalto. El agua le devolvía la imagen de una rana. Volvió a
acercarse y a mirarse otra vez en el agua y de nuevo vio la cara de una rana.
Cerró los ojos y al abrirlos volvió a contemplar aquella imagen. Meneó la
cabeza de un lado a otro y la imagen siguió el ritmo de sus movimientos.
«O sea: ¡Era él! Se había convertido en rana».
Le vino a la cabeza el recuerdo de aquel
estúpido libro, ¿cómo se llamaba?, La metamorfosis o algo así, y del que
lo escribió, un tal Kafka, un tío raro.
«No, no, esto es una tontería, debo de estar
soñando».
Intentó dar unos pasos, pero siendo como era
una rana, solamente dio algunos saltos y terminó despanzurrado en el suelo.
Volvió a mirar a su alrededor. Al otro lado de la charca vio una rana pequeña
que parecía hacerle señas. No entendía nada y el estúpido libro y su aún más
estúpido autor no se le iban de la cabeza. Empezó a sentir angustia.
«¡Tranquilo, tranquilo! ¡Tengo que estar
tranquilo! ¡Tengo que calmarme!».
Intentó concentrarse. Miró a aquella casa
grande, parecía un palacio.
«¡Claro, el Palacio!», se dijo.
Después le vinieron a la cabeza algunas
imágenes confusas: una figura borrosa, humana, andaba entre aquellos setos.
«¡Los setos eran los jardines de Palacio y la
charca era el estanque!».
Poco a poco cayó en la cuenta. Aquella imagen
era él paseando por los jardines, vestía con ropas principescas.
«¡Era el Príncipe!».
Después rememoró que se acercó al estanque y
vio a aquella rana que seguía haciéndole señas. Ahora lo evocó claramente.
Había tomado en su mano a la rana y ésta le había dicho que era una princesa
víctima del hechizo de una malvada bruja y que, si la daba un beso, se
convertiría en una bella princesa, que podrían casarse y ser muy felices.
«Y la besé, ¡claro que la besé!, como en el
cuento».
De pronto se hizo la luz en su interior y
comprendió horrorizado lo que había sucedido. El hechizo era verdad, pero al
deshacerlo, algo había funcionado mal y en lugar de que la ranita se
convirtiera en bella princesa, él, el Príncipe, se había convertido en rana.
«Me cago en Kafka, me cago en La
metamorfosis, me cago en la bruja y me cago en la Princesa», exclamó lleno
de furia.
Miró tristemente al Palacio, al estanque y a
los setos. Ahora tendría que vivir como una rana, ir pegando saltos y comiendo
moscas, y, encima, tendría que aguantar a aquella lianta que seguía haciéndole
gestos provocativos. La angustia se había convertido en tristeza. Por fin, con
rabia y desesperación, desde lo más profundo de su ser, acertó a croar:
«Soy un gilipollas».
En la actualidad, el Príncipe sigue viviendo
en la charca con la Princesa ,
a la que sigue mirando con rencor. Abundan los insectos por lo que la comida no
falta, han tenido varios renacuajos y sus relaciones con el resto de ranas y
sapos que habitan los jardines son relativamente buenas. Sin embargo, sigue
añorando las fiestas de Palacio y todas esas cosas. Pero, sobre todo, lo que
peor lleva es no poder olvidarse del maldito Kafka y de la maldita novela.
© Luis Box
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