Por fin había vuelto a ese lugar. La
tarde era cálida y dejó a los niños bañarse en río. Sus voces le
llegaban junto con el canto de los pájaros y el rumor de las hojas al
compás de alguna música en su mente.
A ella le gustaba el lugar, por eso
eligieron la casa cuando estaba embarazada de Jacobo, y aquel verano
Aurora hundía sus pies hinchados en un codo que hace el torrente antes
de bajar hacia las huertas. La recuerda con su vestido de flores en
tonos azulados que le levanta la brisa y se transparenta sobre las
mimosas, dándole un tono dorado a la cara sonriente de la mujer.
Risueña, lo llama para que se acerque mientras chapotea lanzando gotas
al aire que, al caer, le humedecen un poco el pelo. La maternidad le
sienta bien. Ella espera este segundo hijo con ilusión y la expectativa
de que sea una niña. Le pondrá su nombre que significa amanecer. ¿Qué es
una nueva vida si no?
Su marido la ayuda a levantarse y juntos caminan hacia las rocas, allí
corre un aire que refresca la bochornosa tarde. «Parece que hubieran
diseñado este lugar para nosotros; es un verdadero salón, en el que
podemos sentarnos a contemplar el paisaje», afirma ella, y ríe como
suele hacerlo, mostrando los dientes y achicando los ojos que la hacen
parecer una chinita.
Nació un niño en un parto complicado que
se llevó a la madre. La desolación del médico, enfermeras y partera
ante una circunstancia que no se da en estos tiempos, no era comparable a
la del marido, que cogió a su hijo en los brazos y, sin saber por qué,
lo llamó Jacobo.
Pasaron algunos años sin volver a la
casa de las afueras. No fue fácil llevar su bufete, ser padre y ocupar
el lugar de Aurora frente a dos hijos con preguntas que seguramente ella
hubiera respondido más directamente. El mayor, que recordaba los
alrededores y a los amigos de la casa del pueblo, le pidió que fueran a
aquel refugio y él entendió que ya era hora.
Temía abrir la puerta y encontrar, como
encontró, que todo estaba exactamente igual, hasta el jardín con sus
magnolios y las flores en los jarrones esparcidos por todos los
ambientes. Los guardeses eran los mismos de entonces.
Caminaron hasta la orilla y los niños se
cambiaron para entrar en el río. Él se sentó al amparo de un sauce con
sus pinturas. ¡Tanto tiempo sin dibujar! Fue entonces cuando vio que en
aquellas rocallas que su mujer describiera como un salón, algo había
cambiado. Se puso de pie con dificultad, sin dejar de mirar una de las
piedras, parpadeando ante lo imposible, pero allí estaba: En el borde de
lo que ella llamara su sofá, aparecía tallado en el brazo de piedra la
forma de un rostro de mujer. La acarició una y otra vez antes de
susurrar: «Ya estamos todos juntos».
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