Aquel
día, Soraya miró su reloj una vez más, inquieta. Eran las siete y media de la
mañana y el tren debía aparecer enseguida, o llegaría tarde a clase. La joven
se pasó el ondulado cabello castaño por detrás de las orejas y recogió el bolso
del banco para ceñírselo al pecho. Muy lejano, se oía el pesado traquetear del tren
de cercanías avanzando por la vía y al minuto surgió desde el otro lado de la
plataforma, como un enorme gusano de metal pintado de blanco y rojo, con las
insignias de «RENFE» brillando en las puertas. En ese momento, se oyó la
consabida voz en el altavoz:
«Tren
con destino al Corredor del Henares, para en todas las estaciones de su
recorrido».
Soraya
se levantó con un suspiro de alivio.
«Por
fin», pensó mientras se aproximaba a las puertas del vagón, que ya se abrían.
Ya
dentro, se sentó al fondo del convoy, como todos los días y se puso a mirar la
calle. Los colores violáceos y anaranjados del amanecer comenzaban ya a
aparecer sobre los altos edificios de Madrid, dándole un aspecto mágico al
cielo. Las ventanas de las viviendas que rodeaban la estación empezaban ya a
iluminarse y fugaces sombras cruzaban detrás de ellas de un lado para otro.
«La
rutina madrileña», pensó Soraya con una sonrisa. Mientras el tren arrancaba,
miró el reloj digital que había sobre las puertas del vagón: «11/03/2004.
07:36. 10ºC».
Suspiró,
aliviada. Calculó el tiempo que le quedaba hasta llegar a clase y, al comprobar
que ya no tenía prisa, se recostó contra el respaldo de su asiento.
«En
veinte minutos puedo estar en la universidad. Lo justo, cinco minutos para
coger los libros y ...»
De
pronto, vio sus pensamientos bruscamente interrumpidos por una violenta
sacudida del vagón que la lanzó hacia delante. Su estómago chocó de forma muy
dolorosa contra la parte superior del asiento delantero y, si no hubiera
reaccionado a tiempo, sujetándose a este con ambas manos, la misma Soraya
hubiera caído de cabeza en él.
Asustadísima,
trató de alzar la cabeza; justo a tiempo para ver como estallaba la puerta que
comunicaba su vagón con el que estaba delante y una lluvia de cristales y humo
caía sobre su cabeza. Chillando de terror, la joven se tiró sobre su asiento y
se encogió lo más que pudo, temblando de miedo. Los demás pasajeros gritaban a
su alrededor, corriendo de un lado para otro mientras golpeaban puertas y
ventanas con pánico, deseando salir de allí. El fuego comenzaba ya a entrar por
el maltrecho frente del vagón, pero las puertas continuaban bloqueadas. De pronto,
resonaron con claridad dos explosiones en la parte trasera y la onda expansiva
empujó el vagón hacia delante, volando los asientos y haciendo que Soraya cayese
al suelo. La joven estudiante sintió como se golpeaba la cabeza contra la dura
superficie, al tiempo que la sangre comenzaba a gotear por su frente, pero no
se detuvo. El pánico, la paulatina ausencia de aire y al sofocante calor del
fuego la obligaban a tratar de arrastrarse para salir fuera del amasijo de
plástico bajo el que había quedado aplastada. Sentía un lacerante dolor en la
pierna, pero lo ignoró. Su vida corría serio peligro.
Por
fortuna, las puertas se habían abierto un poco y los pasajeros, acorralados
entre dos frentes de fuego, trataban de hacer lo imposible por abrirlas del
todo. «No sobreviviremos» pensó Soraya amargamente. Sintiendo que el bolso la
lastraba, se deshizo a duras penas de él y lo dejó tirado. ¿Qué importaban unos
simples apuntes?
Por
fin, una mano tiró de ella hacia arriba y Soraya lo agradeció, pero al ver
quién la había salvado se quedó helada. Era un compañero suyo de la
universidad. Al parecer, iban a morir juntos.
—Alfonso...
—musitó.
No
tuvo tiempo de decir más. Un alarido agónico proveniente del otro extremo del
vagón la devolvió a la infernal realidad. Oyó un chisporroteo a su derecha y
vio que el extremo de su chaqueta comenzaba a arder. Aterrada, trató de
apagarlo, pero no tenía nada. Trató de quitársela, pero la gente la empujaba y
no tenía sitio para maniobrar. Sin saber cómo se encontró aplastada contra el
cristal de la ventana. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, empujó hacia atrás a
los que la presionaban y chillaban angustiados, a la vez que lanzaba su bota
contra el cristal de la ventana. Con un chasquido, el cristal se resquebrajó
bajó el tacón. Soraya trató de volver a darle, pero la empujaron con violencia
hacia delante y su propio cuerpo, con la inercia, fue el que partió el ventanal.
La
chica se vio entonces proyectada hacia delante y gimió al dar con sus huesos en
la dura tierra. Ya se empezaban a oír las sirenas de los bomberos y Soraya
trató de alzar la cabeza de nuevo, pero estaba agotada y, aparte, la pierna le
dolía horrores. Sin poder evitarlo, las lágrimas afloraron a su rostro. Era
aquel un llanto de sufrimiento, de terror, de pánico y de desesperación. Soraya
era muy consciente de donde estaba y eso la frustraba más que nada: quería
salir corriendo de allí, abandonar aquel lugar maldito y tratar de no pensar en
la pesadilla que acababa de vivir. Pero no podía moverse.
De
pronto, alguien se inclinó junto a ella y le tomó el pulso. Soraya trató de
identificarlo, pero las lágrimas nublaban su vista y los oídos le pitaban.
Apenas acertó a escuchar lo que decía la otra persona:
«Está
muy mal...», entendió, «tiene la pierna destrozada y el traumatismo de la
cabeza parece profundo. Al menos el pulso lo tiene estable... Debemos
llevárnosla a un hospital de inmediato».
El
interlocutor de su salvador apareció entonces junto a ellos y se inclinó junto
a ella. Era una mujer morena, vestida con vaqueros y cazadora; con mucha
suavidad, aquel ángel le pasó la mano bajo el brazo e intentó ayudarla a
incorporarse.
—Eso
es... con cuidado —le decía mientras se levantaba.
No
obstante, la joven apenas había alzado el cuerpo cuando el dolor le traspasó la
pierna de lado a lado. Soraya apretó los dientes, conteniendo ese aullido de
sufrimiento que pugnaba por salir de su cuerpo. La desconocida le puso entonces
las manos sobre los hombros.
—Tranquila,
tranquila —le indicó con dulzura—, no debes forzar tu cuerpo. Ha sufrido
demasiado. —Acto seguido se volvió hacia su compañero—. avisa a los del SAMUR.
Están allí, en la puerta de la estación, que traigan una camilla. Y rápido.
Mientras
el chico se alejaba a toda prisa en busca de ayuda, Soraya se forzó a mirar a
su alrededor para ver en qué había quedado el desastroso suceso. Pero deseó no
haber visto nada de aquello: la mayoría de las personas que viajaban con ella
no había tenido su suerte; de ello daba fe el hecho de que sus cadáveres yacían
aún esparcidos por la vía. El tren apenas era un amasijo de metal informe. Los
vagones más afectados habían volado casi literalmente por el aire y aquel en el
que viajaba ella había quedado calcinado y medio comprimido entre los otros
dos. Muchos pasajeros estaban siendo atendidos por los Servicios de Urgencias
de la Comunidad, y la mayoría presentaban heridas gravísimas.
«Pero
esas no son las peores. Esas cicatrices, muchas, serán incomparables a las que nuestra
alma llevará de por vida», reflexionó Soraya con amargura. Y, casi de
inmediato, se desmayó, perdiendo toda noción de lo que sucedía a su alrededor.
Cuando
despertó de nuevo, estaba tumbada en la cama de un hospital, rodeada de tubos y
máquinas. No tuvo tiempo de mirarlas apenas, puesto que alguien gritó a su lado
y se lanzó sobre ella, abrazándola.
—Soraya,
Sory, mi niña —sollozó su madre—. Creí que nunca ibas a despertar. ¿Qué te ha
pasado, mi amor, mi ángel? No, mejor no me lo digas, no quiero que lo
recuerdes. Bastante repercusión ha tenido ya...
—Espera.
Espera, mamá —la cortó la chica—. ¿C... Cómo? ¿Repercusión? ¿Qué ha pasado?
—Lo
de los trenes ha sido un atentado, hija —explicó entonces su madre, llorando
amargamente mientras se sentaba a su lado—. Tres bombas en Atocha, otra en
Santa Eugenia y otras dos en la estación de El Pozo. Es el fin, el balance es
terrible...
—Vale,
mamá, no me digas más —la interrumpió Soraya, abrumada, con cierta acritud que
no pudo reprimir–. Te recuerdo que lo he vivido, ¿vale?
Su
madre se quedó callada de golpe, al parecer dándose cuenta de que había hablado
más de la cuenta. Pero, en cambio, se puso a llorar aún con más fuerza. Soraya
se mordió el labio con culpabilidad y apoyó, no sin esfuerzo, la mano en el
hombro de su madre.
—Eh,
mami, no llores, venga. Ya ha pasado, estoy aquí; gracias a Dios he
sobrevivido.
—Sí,
pero esto nunca se borrará de nuestra memoria —sorbió su progenitora—. Y, como
dices, has tenido una suerte inmensa, hija; hay muchos que no la han tenido.
Soraya
sintió un nudo involuntario apoderarse de su garganta.
—¿Cuántos
muertos? —quiso saber, en un hilo de voz.
La
madre tragó saliva.
—Aún
no hay nada oficial, pero se dice que más de cien. Y más de mil quinientos
heridos. —Enterró la cara entre las manos—. Se ha reescrito la Historia, hija
mía. ¿Qué va a pasar ahora?
—Confiemos
en que nada más, mamá —suspiró Soraya, todavía mareada por aquellas cifras tan
infernales—. Ha sido un acto vil y despreciable, fuera quien fuera el que lo
hizo. Y pagará por ello, te lo juro. Aunque tenga que ser por mi mano.
—¡Ay!
Mi niña, no digas eso —se escandalizó su madre, tomándole los dedos entre los
suyos con fuerza—. La justicia se encargará de esa persona, no lo dudes. Por
cierto, ahora van a venir tu padre y tu hermana a verte —recordó de pronto la
mujer—. Intenta quedarte despierta si puedes, ¿vale? Les hará ilusión ver que
estás bien…
Soraya
puso los ojos en blanco con discreción.
—Lo
estaré, mamá —aseguró—. Te lo prometo. Ya me encuentro mejor.
La
madre asintió, al parecer algo más tranquila.
—Bien, entonces voy a hablar un momento con
la enfermera. Ahora vuelvo.
Dicho
esto, su madre le dio un amoroso beso en la frente y salió de la habitación, con
lo que Soraya se quedó sola de nuevo. Algo más relajada pero todavía con los
recuerdos danzando en su mente, bajó los ojos con cansancio y entonces fue
cuando se dio cuenta de que algo faltaba bajo las sábanas. La habitual imagen
simétrica, por alguna razón, no existía. Con tiento y el corazón en vilo, la
muchacha levantó la tela, solo para ahogar un grito entre las manos al ver lo
que había pasado: su pierna derecha, simplemente, ya no estaba. Soraya se tapó con
cierta ansiedad, como si así pudiera negar el hecho de que le habían amputado
la pierna, antes de echarse de nuevo. Sin quererlo, percibió sintiendo cómo comenzaba
a llorar a lágrima viva, consecuencia de la tensión y la desolación que sentía
en ese instante, pasado el horror del atentado, pero sin saber qué sería de
ella a partir de ahora. ¿Qué más secuelas podían haberle quedado?
Ojalá
tuviera las respuestas. Pero eran difíciles de conocer, pues parecía haber
demasiadas para cada una de sus preguntas. La joven apoyó la cabeza con
languidez en la almohada, cerró los ojos e inspiró hondo. Después de todo lo
sucedido, un nuevo horizonte, negro y nada esperanzador, se abría en su vida;
pero era uno que nunca hubiera podido imaginar.
«Y
pensar que podía haberle sucedido a cualquiera», recordó. Sin embargo, ese día,
ese cualquiera había sido ella. Y, en unos minutos, su vida había quedado
trastocada para siempre.
«Es
curioso, ¿verdad?», se preguntó a sí misma mientras giraba la cabeza y enfocaba
la calle al otro lado de la ventana. Una calle que, a pesar de todo, parecía no
haber cambiado nada. «Cómo puede cambiar toda tu vida en tan sólo siete minutos…».
©
Paula de Vera García
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