Con un portazo y un tajante
exabrupto había puesto fin a muchos años de estresante vida familiar. Ocurrió
el mismo día en que la empresa quebró y le pusieron de patitas en la calle.
‒Las cosas se hacen bien o no
se hacen ‒pensó cerrando los ojos con fuerza. Si quería comenzar una nueva vida
debía cortar por lo sano. Era hora.
Al salir de su casa llevaba
el documento nacional de identidad, cincuenta euros, un pentagrama y el abrigo.
Su mujer había muerto veinte años atrás, dejándole cinco hijos pequeños que
ahora, cumplidos los treinta y cuatro el mayor y veinticinco el más joven,
debían aprender que la vida no era una juerga perenne. Algo había hecho mal.
Aunque eran buenas personas se pasaban el día haraganeando en casa y viviendo a
su costa. No quisieron estudiar por no ser genios, ni trabajar por no gustarles
el capitalismo.
Decidió dejarles casa, coche
y la nevera llena. Para empezar, iban a tener más que él. Por ellos había
abandonado sus sueños de juventud. Y se marchó sin mirar atrás para no caer en
la tentación de volver.
Todo esto lo piensa mientras
se inclina para agradecer los aplausos que resuenan en aquel teatro de sus
sueños juveniles, tras haber ejecutado como solista al piano, sonatas,
mazurcas, nocturnos… Sonríe al recordar la cara de aquel agente de talentos, al
que se presentó con una partitura de su creación. Estaba tan nervioso que
cuando le pidió que se sentara al piano para verificar si lo que decía era
cierto, sin pensarlo se quitó el abrigo revelando que lo único que llevaba
puesto era un minúsculo slip. Aún no sabe si aquel hombre se quedó con la boca
abierta por su ejecución o por su indumentaria.
Recorre con la vista las
relucientes arañas de cristal de bohemia, los palcos, las butacas y se queda
paralizado. Sus cinco hijos en primera fila, de pie aplaudiendo a rabiar, le
lanzan besos al aire, gritando: Vuelve a casa papá. Te echamos de menos. La
vida es muy dura sin ti.
© Marieta Alonso Más
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