Vivió cuarenta y dos años y
descansó en paz el día de las calendas de marzo del tercer año del reinado de
nuestro señor. Cansado de tanto reposo pidió volver a la tierra y contra todo
pronóstico, debido a su buena conducta, le concedieron bajar durante siete días.
Nada más acercarse a este
mundo, el viento fue el culpable de llevarle a España en vez de dejarle caer en
Italia.
Se sintió feliz al comprobar
que en España la cultura romana le perseguía. Por todas partes veía olivos,
cebada y vides. Los puentes y acueductos amenazaban con aplastarle y los restos
arqueológicos le atrajeron hacia los mosaicos del suelo de una casa que resultó
ser la de Octavio y Julia, un matrimonio del siglo I. Y recordó la vez aquella en
que siendo soldado durmió en una bellísima Domus.
Entabló una instructiva conversación
con el guía, un experto en cultura romana, y sin poder contenerse, pletórico de
sentimientos le explicó que en su otra vida amó todo lo romano, porque era uno
de ellos, porque había llegado a ser un buen soldado, con aquel entrenamiento
implacable al que eran sometidos, y ese profundo amor le obligaba a ser crítico
con los defectos de su pueblo, a la vez que podía alabar sus virtudes sin
ningún tipo de complejos.
Y calló. Porque por un lado
notaba que sus palabras no eran creíbles, y por otro, sentía remordimientos,
con tanto tiempo para leer como tuvo en el más allá, su admiración se fue
deslizando hacia los griegos, y con dolor pensaba que sí, que ellos conquistaron
Grecia por las armas, eso era totalmente visible para la Humanidad, pero en su
soledad comprendió que Grecia había conquistado al mundo por su inteligencia.
Como buen soldado romano eso
lo debía pensar, pero nunca decir. Y dejó que el guía le hablara de Rómulo y
Remo amamantados por la loba Luperca, de la creación del senado, de la
monarquía electiva, de la república oligárquica, y luego del imperio
autocrático.
Orgulloso en su fuero interno
pensó que en general los romanos tuvieron que ser buenos, no todos los pueblos
dejan esas huellas indelebles, que la perfección no existe, que no todo lo
hicieron mal, la prueba era ese hombre que después de tantos siglos, hablara
con esa pasión de su gente. No debía comparar, cada civilización tenía su lado
oscuro y su lado admirable.
Y supo que había merecido la
pena regresar por tan pocos días a la tierra.
© Marieta Alonso Más
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