A David a sus ocho años le
gustaba subirse al ciruelo del patio de su casa desde que era un renacuajo, Patricia
dos años menor iba detrás de su hermano. Desde allí contemplaban el horizonte, y
tiraban ese fruto tan rico a sus amiguitos, que los cogían al vuelo, pero ese
juego era un peligro, ‒pensaba la madre‒ las ramas de los ciruelos son frágiles
y más de cien veces estuvieron a punto de caerse hasta que una vez se desprendió
la rama y besaron el suelo. Su madre, precavida, había puesto goma espuma
alrededor del árbol para amortiguar el golpe y no se hicieron mucho daño, solo hubo
que escayolarles los brazos.
La maestra en la escuela sugirió
a los alumnos que fueran dibujando en los yesos las tablas de multiplicar, palabras
homófonas como errar y herrar, baca y vaca, ciervo y siervo…, y si aún quedaba
espacio que pintaran las caras de sus héroes favoritos. Aquel día aprendieron un
montón y sin esfuerzo.
El destino quiso que tuvieran
que marcharse de su país y cada hermano tomó un rumbo diferente. Por avatares
de la vida no se vieron en veinte años, aunque se escribían alegres cartas
contando los pormenores de la semana.
Por fin llegó el día en que pudieron
regresar y lo primero que hicieron tomados de las manos fue correr hacia el
ciruelo, que les recibió como si quisiera darles un fuerte abrazo y dejó caer
dos ciruelas que golpearon sus narices, riendo mordieron con entusiasmo aquella
fruta que parecía ser la prohibida. Algo hizo que se miraran, algo hizo que no
pudieran evitar el beso largo y profundo, algo hizo que se asustaran de sus
sentimientos, y fue cuando les golpeó la certeza de que los hermanos no podían
casarse entre sí, y soltaron sus manos que despedían fuego.
Cabizbajos regresaron a la
casa. Se les quitó el apetito, la tristeza anidó en sus corazones, llegaron
unas fiebres extrañas y en el hospital diagnosticaron que era mal de amores.
Su madre, ante el pánico de saber
que podían morir, desveló el gran secreto familiar. Aquellos hermanos en
realidad eran adoptados. Ella siempre quiso ocultar que era estéril. Lo único
que tenían en común eran las vivencias de un hogar.
La justicia tomó cartas en el
asunto, comenzó un largo papeleo, un proceso difícil, la burocracia en plena acción,
hasta que un juez, vejestorio, solterón, plantó su firma a regañadientes en el
documento liberador mientras renegaba del amor que todo lo complicaba, y le
había hecho trabajar lo que nunca en su vida.
© Marieta Alonso Más
Felicitaciones MARIETE ,desde Catamarca República Argentina Profesor Juan Carlos Ponce
ResponderEliminarMuchísimas gracias. Un saludo afectuoso desde Madrid.
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