Sé, decía, que desde detrás de la
negrura de estas celosías, sombras de ojos negros, acerados, brillantes
como la piedra del carbón, me persiguen. ¿Sombras negras? Reía yo. Dejé
mi guitarra en el suelo y sentándome a su lado, le señalé la belleza del
Sacromonte que se divisaba a través del balcón en donde ella estaba
sentada. Todo allí era luz, sol y color.
—Ya sé. Desde aquí, sí. Pero todas las
ventanas de este palacio se convierten en oscuras y perversas sombras si
las miras desde fuera. Tienen la misma negrura de mis ojos. Mira. ¿Ves?
—adelantó el rostro y colocó un dedo debajo del párpado.
Y esa negrura, profunda como un pozo,
sonrió cruzando las manos debajo de la barbilla, la había heredado de su
abuela, susurró. Una gitana, a la que raptó el sultán enamorado de su
danza, de su enigmática mirada y de la frescura de su piel, apenas
cubierta por colorido percal. Y continuó diciendo que, por eso, cuando
ella visitaba los palacios de la Alhambra, cubiertas por negros
crespones, la seguían los fantasmas de las sultanas, quienes según
contaban los mayores de la familia, celosas de su arte y belleza, habían
asesinado a su abuela.
—Son las almas de aquellas envidiosas mujeres que temiendo su vuelta, vigilantes, vagan por los corredores.
Vivaracha, lo miró ladeando la cabeza. Se parecía tanto a su antepasada, dijo cándida, mentirosa, que aquellos espectros creían que ella era la reencarnación de la mujer a la que habían hecho desaparecer.
—Y ellas me persiguen.
Se detuvo sonriente. Pizpireta, juntó
las palmas de las manos como si fuera a orar, y continuó. Temían que su
ánima volviera para quedarse, para alegrar las tardes y las noches del
fantasma del sultán que todavía lloraba la muerte de su cíngara.
—Ya sabes, me han visto bailar y envidian mi danza —pícara, abrió los abrazos rumorosa.
Le hubiera gustado morar allí, entre
aquellos muros. Le hubiera gustado vivir en aquel tiempo en el que una
simple gitana podía enamorar a un rey. Todo esto lo decía sentada en el
mirador de la Reina del que de pronto se levantó y triscando los dedos,
dio unos pasos de baile acompañada por una melodía que solo ella
escuchaba. Se detuvo. Tenía la frente brillante y las mejillas
arreboladas.
—¿Quieres guiarme con tu guitarra? —ansiosa, me agarró por los brazos.
Iba a bailar para ese sultán al que
pensaba cautivar con su danza. Quizá así podrían llegar a ser ricos.
Divertido con su fantasía, la cogí por la cintura y la saqué al patio.
—Mira. Ni hay sombras, ni sultanas.
Él giró el brazo señalando el cielo
azul. Ella, triste, miró alrededor. Solo vio a los turistas —ante los
que habíamos actuado no hacía muchos minutos— que con sus máquinas
colgadas al cuello hacían una fotografía tras otra.
Ya era finales de septiembre cuando
sentados en la hierba del monte San Miguel Alto, esperábamos para ver
salir por detrás de la torre de la Veleta la luna llena de Los
Labradores. Ella entretenía la espera recogiendo flores pequeñas, de
color amarillo y azul, mientras me recordaba la historia que se contaba
en su familia. Aunque no lo creyera, ladeó la cabeza, era cierta.
—Sí, sí. Sus sombras me siguen desde las ventanas —decía agachada mientras formaba un ramillete de diminutas y coloridas flores.
Yo la oía como el niño que escucha el
cuento de su madre antes de dormirse. Su voz, cuando hablaba de esas
cosas sonaba diferente, alegre y cantarina, parecida al cantar del agua
en las fuentes de los palacios. Poco a poco, la redonda luna fue
apareciendo; al principio, como si le diera vergüenza, de potente color
naranja; después, dorada.
—Aquí está otra vez esa luna de oro de Las Cosechas —le dije pasándole un brazo por encima de los hombros
—¿De las Cosechas? —se volvió arrugando la nariz.
—Sí, en el campo de mis padres se la
conoce como la Luna de las Cosechas o de los Labradores, porque su luz
es tanta y tan fuerte que permite alargar el día para seguir
recolectando.
Sentí cómo alzaba los hombros y la atraje hacia mí. Ella movió la cabeza de un lado a otro. No. No es ésta. No era de oro como yo decía, no era tan lujosa. Y no la había hecho el Señor para asistir a los labradores, exclamó levantando el dedo.
—Ésta es la Luna de Miel.
Sus ojos negros, profundos como minas,
me contemplaron de tal forma que me estremecí como debía hacer el sultán
cuando tenía a su abuela, la gitana, entre los brazos. Lenta, deslizó
los dedos por mi mejilla. Era la luna de las bodas. Su voz sonaba
cálida, arrulladora. Era la de los matrimonios; la de las noches dulces y
brillantes de los enamorados. Se llevó algunos tallos de las flores a
la boca y los mordisqueó. Y cuando ya brillaba en todo su esplendor
sobre los muros de la Alhambra, ella alzó los brazos hacia el dorado
satélite, cerró los ojos y comenzó a girar sobre sí misma y, al hacerlo,
sus faldas de colores se le izaban sobre las piernas como si fuera las
aspas del molinillo de viento de un niño. Y siguió girando hasta que
aquella luz la envolvió. Y al ver teñida su tez de dorado caramelo, como
aquel sultán ante la gitana, de la que ella tantas y tantas veces me
hablaba, sentí el inmenso deseo de beber la dulzura de la miel que la
luna extendía sobre ella. Se detuvo, entrecerrando los ojos abrió los
brazos y, anhelante, se tumbó en la hierba.
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