La prima Inés tenía un
temperamento inquieto, una figura tipo columna y el pelo negro, rizado y
provocador que ataba con una cinta roja. Le gustaba su casa impecable, y todo el
trabajo lo hacía por las mañanas para tener las tardes libres.
A las cuatro en punto llegaba
su vecina y amiga de la niñez, la señora Bárbara. Las dos se sentaban en arcaicas
mecedoras ante un velador, y con la labor en las manos, se dedicaban a mirar
por el gran ventanal y a conversar, mientras bordaban manteles, obra cumbre de
sus manualidades. Unos eran a punto de cruz, otros a festón, otros
deshilachados, ellas los llamaban de lagartera, otros pintados con motivos
navideños. Por la destreza de tantos años no necesitaban quedarse hipnotizadas
con el ir y venir de la aguja y según la sazón de la historia de quien pasara
por la calle, aceleraban o interrumpían el ritmo del trabajo.
Ya atesoraban en los arcones
más de doscientos juegos completos de mantelerías con sus doce servilletas, que
pensaban dejar en herencia a sus hijas. A las nueras se lo estaban pensando.
La señora Bárbara, de pronto,
hizo un gesto como pidiendo tiempo.
Por la acera de enfrente el
viento agitaba unos cabellos que no eran rubios ni cobrizos, tenían el color de
las zanahorias. Enmarcaban una cara joven con grandes ojos de deseo, con labios
imprudentes invitando al beso, que andaba muy rápido, con movimientos sinuosos,
como si la calzada no estuviera desierta a esas horas.
‒Habla, Bárbara, no te dejes
nada dentro.
Y despacio, con la vista
baja, confesó que su hijo Javier había caído preso de otros brazos tras veinte
años de matrimonio, cuando ya debería tener el cuerpo un poco más apaciguado.
‒De momento, mi nuera está en
la inopia o se hace la tonta.
Si se atrevía a decírselo era
por estar segura de su discreción.
‒Ya lo sabía ‒contestó la
prima Inés‒ y he hecho indagaciones. Por una amiga se hace de todo. Vayamos a
la habitación de al lado que tenemos otra ventana.
‒¿Para qué?
‒Confía en mí.
Y vieron a la mujer bajo el
dintel de una casa abandonada haciendo cosas con un hombre que no se hacen con
un amigo.
‒Ahora mismo voy y le digo…
La mandó callar. Marcó un
número en la rueda del teléfono y con espantada voz, dijo:
‒Javier, a tu madre le ha
dado un síncope y la tengo en el suelo. Ven de inmediato. Y colgó.
Se miraron en silencio. La
prima Inés impertérrita. Bárbara asustada.
‒Ya sabes lo que debemos
hacer, si es que Javier viendo lo visto se acuerda a qué ha venido. Y otra cosa
este mantel tan bonito que estás terminando, regálaselo a tu nuera, que
aguantar a tu hijo tiene mérito.
© Marieta Alonso Más
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