Sus
cansadas piernas eran incapaces de dar un paso más. Las notaba como si fueran de hierro, tensas y pesadas
a más no poder. Sin embargo, su cerebro obligaba a sus pies a seguir adelante.
A no desfallecer, pues el fin del camino estaba cerca y debía alcanzarlo
costase lo que costase. No tenía otra opción. Dejó escapar un juramento y
siguió adelante, dejando de lado sus dolores.
Compartimentar
era algo que les enseñaban en su orden desde bien pequeños. Por eso había
aprendido la habilidad de dejar algunos pensamientos en la zona más oscura de
su mente y aferrarse a los que le eran de utilidad. En este caso, lo más
inminente era que sus piernas siguieran caminando, que el cansancio quedara de
lado. Siguió andando.
Continuó
pues no tenía otra opción. Había hecho una promesa y si la incumplía las
consecuencias serían terribles para todos. Las primeras quemaduras
empezaron a tachonar su piel como gotas de brea justo en ese momento. Con el
paso de los escasos minutos con los que contaba irían a peor, lo sabía, aunque
no desistió. El mar estaba justo en frente. Si hubiera podido moverse
más rápido habría echado a correr. Lo alcanzó en el momento en que los músculos
de la mejilla izquierda fueron visibles a través de la piel calcinada.
Se
dejó caer de rodillas con la respiración agitada y convulsa, buscó el tarro de
cristal que guardaba en uno de los múltiples bolsillos de su capa negra y
vertió su contenido en la orilla. Por un momento la enorme masa de agua brilló
de color verde ácido. La prueba de que había finalizado la misión
encomendada. La evidencia de que iba a morir.
Volvió
a ponerse de pie con un último esfuerzo de voluntad. Había llegado el
momento: dejó escapar el aire de sus pulmones en una sonora bocanada y empezó a
convertirse en un montón de cenizas que pronto pasarían a formar parte de aquel
mundo contaminado y podrido.
©
MJ Pérez
Que preciosidad
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