Cinco años tras la retirada de Rayo McQueen…
Por
primera vez en mucho tiempo, Cruz se arreglaba frente al espejo para asistir a
una fiesta. La ligera luz de una pequeña lámpara de aceite era lo único que le permitía
ver su reflejo en el espejo de la pared. Con cuidado y la ayuda de una antena,
se ajustó la tela blanca sobre el techado… Justo antes de que una ráfaga de
aire venida de ninguna parte apagase la vela y la dejase totalmente a oscuras.
La
noche era cerrada, sin apenas luna. Ni siquiera las estrellas parecían brillar
lo suficiente. Cruz se estremeció y miró a su alrededor sin apenas moverse un
milímetro. En el exterior de su pequeño dormitorio no se escuchaba nada salvo
el silbido del viento otoñal. Tragó aceite y giró a tientas para alcanzar el
interruptor de la luz. No estaba segura de que funcionase en una noche como
aquella, pero no veía más salida. Al menos, hasta que lo escuchó.
Tres
golpes, lentos y apenas perceptibles, sobre la madera del portón frontal de la
vivienda.
Lentamente
y tragándose el miedo, Cruz avanzó hacia la entrada y alzó la rueda para
apretar el botón de apertura del portón, aún semi escondida en la esquina junto
a la llave. El portón se alzó muy despacio, una silueta oscura y enorme se
dibujó en el dintel... Y cuando Cruz estaba a punto de gritar y retroceder,
escuchó:
—¿TRUCO
O TRATOOO?
La
corredora dejó escapar todo el aire que estaba reteniendo sin querer y se rio,
antes de lanzarse tras las dos pequeñas criaturas que, flanqueadas por sus
padres, pretendían asustarla. No en vano, era la noche de Halloween.
—Uuuhhhh…
—fingió Cruz, moviendo un trozo de tela blanca con la rueda hasta tapar su
capó—. Habéis osado despertar al espíritu que vive en esta casa. Ahora
sufriréis su venganza… ¡De cosquillas!
Dicho
lo cual y ante la risa enternecida de los dos otros dos adultos, la joven
Chevrolet amarillo comenzó a perseguir a los dos pequeños coches por entre los
conos del motel que había erigido justo al lado. "El Cono Comodín"
mantenía su esplendor de siempre; aunque, solo por una noche, habían decidido
apagar las linternas y llenarlo todo de velas y candiles que le dieran al
conjunto un aspecto más tétrico.
—¡Niños,
tened cuidado! —gritó la madre sin poder evitarlo cuando vio que su hijo más
pequeño, de unos tres años, derrapaba marcha atrás junto al lobby del motel—. ¡Cruz, no
corras tanto!
Ante
lo cual, un coche grande y uno pequeño, ambos de género femenino, frenaron en
seco a la vez, distanciados apenas un par de metros y la miraron, confusas.
—Solo
trataba de jugar con ellos —se excusó la más mayor, pensando que la reprimenda
iba por ella.
Sally
meneó los labios, consciente de que podía haber sido de más de brusca.
—Sabes
que no te lo digo a ti —la tranquilizó con cariño antes de volverse hacia su
hija mayor.
La
cual, apretando los labios igual que solía hacerlo su padre cuando se
disgustaba o quería hacer un puchero, protestó:
—Pero…
¡Mamá…!
Ante
lo cual, Sally se mantuvo impasible. Sin embargo, no contestó a su hija, sino
que se volvió hacia el otro coche pequeño, que seguía tratando de hacer
cabriolas marcha atrás.
—¡Hudson!
—lo llamó, ante lo que el pequeño frenó de inmediato y la observó, cauto—. ¡Ten
cuidado!
El
niño pareció meditar un segundo sus opciones; pero al comprobar que su madre no
iba a darse por vencida, optó por acercarse sonriendo con inocencia.
—¿Has
visto lo que he hecho? —preguntó, entusiasmado.
—Sí,
cielo —repuso su madre con dulzura. No podía resistirse a esos ojos azules—.
Pero ya hemos hablado de esto.
Hudson
McQueen hizo un puchero como respuesta.
—Pero
el abuelo Mater me dijo…
Sally
lo interrumpió meneando la cabeza con gesto severo.
—No,
cariño. Nada de retrovisores hasta que seas mayor. Ese fue el trato.
—Cielo,
relájate —le aconsejó entonces Rayo, que había estado charlando con Cruz
mientras Sally reunía a la tropa—. Es su primer Halloween. Déjale que se
divierta.
Sally
sonrió a medias, dejando ir la tensión en parte y lo miró con ternura. En esta
ocasión, él se había disfrazado de vampiro y ella de bruja; algo clásico. Al
menos, más que lo de sus retoños: Hudson, con su chapa azul cobalto, sus
guardabarros redondeados y el morro un poco afilado, había optado por pintarse
con los colores de su súper-coche favorito; mientras que Cruz…
—¡Papá!
¡Papá! —la pequeña de cuatro años se acercó rodando a gran velocidad y frenó
justo con un derrape de trescientos sesenta grados frente a sus padres. Al
revés que su hermano, era más baja que Hudson, había heredado el morro
redondeado de papá y también su color de chapa, un rojo brillante—. ¿Te gusta
mi disfraz? ¿Te gusta? ¿Te gusta?
Y
antes de que Sally pudiese opinar sobre su última maniobra, un emocionado Rayo
pronunció:
—Como
las otras veinte veces que me lo has preguntado, estrella: me encanta —aseguró.
Pero,
cuando fue a agregar algo más, otro coche apareció en escena.
—¡TÍA
NAYA! —gritaron los niños al unísono antes de lanzarse hacia la recién llegada.
Esta
los saludó con amor infinito y provocó una nueva sonrisa en el matrimonio
McQueen.
—Cruz
es igual que tú, ¿eh? —lo pinchó Sally, mordaz.
Rayo
se rio por lo bajo, observando a su hija. Llevaba las pegatinas de Rust—eze
sobre la carrocería, los rayos en los costados con el número 95 y un alerón
falso –Sally se había negado a ponérselo de verdad de momento. Ya habría
ocasión si debutaba como apuntaba que iba a hacer, argüía–. Hacía unos meses
había encontrado de casualidad las grabaciones de las carreras de Rayo cuando
era joven, sus entrevistas y sus primeros anuncios de la pomada Rust-Eze. Para
su padre, solo le faltaba dominar el ¡Ka-Chow!,
pero tiempo al tiempo.
Cuando
la niña había llegado por fin a su vida hacía cuatro años, Rayo era de los que
pensaba que no podía ser más feliz de lo que ya lo era hasta esa fecha. Pero el
encargo a la fábrica, las pruebas, los diseños...: todo había salido a pedir de
boca. Por ello, un año después se animaron a ir a por el segundo retoño.
La
elección del nombre de su primogénita había estado reñida entre Nayara y Cruz,
ganando finalmente ambas: Nayara Cruz; aunque, para variar, cada parental la
llamaba de una manera según el caso.
Por
suerte, para el chico no tuvieron dudas: solo había una opción posible.
—¡Mira,
mami! —saltaba Hudson en ese momento—. ¡La tía Naya nos ha traído dulces de
queroseno de Los Angeles!
—¡Qué
bien! —se alegró Sally, sin ganas ya de regañarlos y relajándose un tanto. Rayo
tenía razón: una noche era una noche. Y las "tías" al tiempo que
madrinas de los pequeños, Cruz y Naya, no estarían más que un día en el pueblo
para estar con sus ahijados—. Hola, Naya. ¿Cómo va todo?
Nayara
de la Vega sonrió ampliamente bajo su sombrero de La Catrina, con un capó
delineado de manera exquisita en forma de calavera. Ni siquiera se veían las
cicatrices residuales del accidente que había tenido hacía casi doce años.
—Ahora
mejor que he visto a mis pequeños favoritos —los aludidos se rieron cuando
trató de empujarlos con el morro sin éxito—. ¿Y vosotros? ¿Cuándo es la próxima
carrera?
—En
cuatro días —respondió Rayo, haciendo un gesto elocuente hacia Cruz Ramirez—. A
ver si este año cae la cuarta Copa.
Naya
sonrió.
—Desde
luego, el comienzo de temporada promete —alabó a corredora y director, a lo que
la primera se sintió muy halagada—. Estoy segura de que lo conseguiréis.
—Eso
espero —se animó Cruz—. También es cierto que Storm no está en su mejor época…
Crucemos las ruedas.
Rayo
gruñó por lo bajo. Aquel prepotente se había bajado un poco del pedestal cuando
Cruz ganó su primera Copa cuatro años atrás, pero nunca había dejado de ser
como una mosca incordiona en cada entrenamiento. Y la llegada de otros novatos
muy preparados –a estas alturas, la tecnología avanzaba a pasos tan agigantados
que Rayo casi sentía que sus propias victorias quedaban a un nivel irrisorio–
tampoco había ayudado a mejorar su carácter. Pero, por suerte, Cruz había
resultado ser una corredora ejemplar que nunca perdía la motivación. Y eso
tranquilizaba infinitamente a su director de equipo.
—¡Mamá!
¡Ya es la hora! —gritó entonces Hudson desde la carretera, haciendo gestos con
la rueda—. ¡Vamos o nos la perderemos!
—¡Sí!
—corroboró la pequeña Nayara Cruz McQueen, imitándolo—. ¡Venga, papá! ¡Que nos
lo perdemos!
Rayo
se rio mientras avanzaba hacia su hija.
—Estoy
seguro de que no me ganas —la retó, ignorando la expresión de falsa molestia de
Sally al oírlo.
La
pequeña Cruz imitó a la perfección la sonrisa socarrona de su padre.
—Ah,
¿no? —replicó, hinchándose—. ¿Qué te
apuestas?
Rayo,
picado en broma, hizo rugir su motor, consiguiendo que Cruz "junior"
se envalentonara e hiciese un amago de imitarlo. Para su ligera decepción, sonó
algo similar a una moto arrancando a trompicones. Cuando la vio torcer el capó
con gesto decepcionado, Rayo se aproximó a su pequeña y la rozó en el costado
con el morro.
—Vamos,
mi futura campeona. Ya llegará el día en que seas una McQueen hecha y derecha.
La
niña pareció animarse con esa expectativa y rodó junto a su padre, henchida de
orgullo. Hudson seguía rondando al grupo y experimentando truquitos bajo la
atenta mirada de su madre. Pero cuando llegaron a la gasolinera de Flo y se
reunieron en torno al Sheriff, el silencio cayó sobre Radiador Springs como un
velo:
—Bienvenidos
—murmuró el anciano agente, cubierto con una capa negra hasta los parabrisas—.
Hoy, noche de difuntos, voy a contaros una historia que ha pasado de generación
en generación. Un relato terrible sobre un espíritu que anda rondando estos
pagos desde hace años, sin descanso… Hablamos… de la Luz Fantasma.
Unas horas más tarde…
—Vamos,
chicos. Es hora de dormir —Sally se giró para recoger a su benjamín, que seguía
mirando por la ventana con cara de susto—. Venga, cielito. Mañana nos espera un
día largo y hay que acostarse.
Para
su sorpresa, Hudson se giró levemente con cara de circunstancias.
—¿Aquí
estamos seguros? —preguntó con voz trémula.
Ante
lo que Sally enarcó los parabrisas con ironía.
—Bueno…
¿Dónde queda ahora el valiente Hudson McQueen, que estaba dispuesto a escuchar
historias de miedo sin que flaqueara su voluntad?
El
niño la miró con cara de molestia.
—¡Yo
no tengo miedo! —replicó con voz aflautada—. Soy un niño valiente.
Sally
sonrió.
—Entonces,
debes saber que nada te sucederá. Y mucho menos si todos estamos aquí contigo.
Hudson
suspiró, dirigió una última mirada a la oscuridad del exterior y, rendido,
cedió a la evidencia y se dirigió hacia su rincón. Un metro más allá, Rayo ya
estaba despidiendo a Cruz hacia el mundo de los sueños.
—Buenas
noches, mis pequeños —les deseó Sally, besando a cada uno en una rueda—. Que
descanséis y soñéis con cosas lindas.
—Buenas…
Nooooches —bostezó Hudson, que en ciertas cosas había salido más a su padre que
otra cosa, antes de cerrar los ojos y empezar enseguida a roncar suavemente. Ni
un cañón de artillería sería capaz de despertarlo hasta el día siguiente.
—Buenas
noches, mami —le deseó la pequeña Cruz, antes de frotar el capó con el de su
padre—. Buenas noches, papá.
—Que
descanses, estrella mía —Rayo la besó en el guardabarros—. Hasta mañana.
Pero
cuando ya iba a salir detrás de Sally, el ex corredor escuchó aún la voz de su
hija llamándolo desde la penumbra del pequeño dormitorio que compartían los dos
hermanos. Tras hacerle una seña significativa a Sally, McQueen se adentró de
nuevo en la estancia.
—¿Qué
pasa, Cruz? —preguntó con dulzura, acercándose a ella.
Incluso
en la penumbra, veía sus ojos de color mar abiertos de par en par. La niña, por
su lado, dudó un instante antes de volver a abrir el capó:
—Cuando
sea mayor —susurró—. ¿Podré ser como tú?
—¿Como
yo? —quiso saber Rayo—. ¿Qué quieres decir?
La
pequeña hizo un gesto cohibido.
—Una
corredora —explicó con sencillez—. O como la tía Cruz...
Rayo
sintió que se derretía por dentro sin remedio.
—Claro
que sí —la alentó—. Podrás ser lo que tú quieras. Y yo seré el padre más
orgulloso del mundo y te apoyaré siempre; deberías saberlo.
—Pero…
Mamá dice que tú cambiaste —arguyó entonces Cruz, para su sorpresa—. ¿Yo tendré
que cambiar también?
Rayo
sonrió, amoroso, entendiendo de golpe por dónde iba la conversación.
—Sí,
es cierto que cuando conocí a tu madre, cambié —explicó ante la atenta mirada
de su primogénita—. Pero solo para descubrir a mi verdadero yo.
—¿Tu
verdadero yo? —quiso saber Cruz, confusa.
Ante
lo cual, su padre meneó la cabeza suavemente y la besó de nuevo.
—Algún
día lo entenderás, mi pequeña estrella. Pero hasta entonces…
Hizo
un gesto elocuente y la pequeña se acurrucó, obediente. No obstante, antes de
irse, Rayo aún escuchó algo que lo emocionó aún más:
—Papá…
—Vamos,
Cruz, duérmete —le aconsejó a su hija sin perder la paciencia.
—Solo
una cosa más —prometió ella antes de añadir—. Cuando sea mayor… Quiero ser como
tu verdadero yo.
Rayo
se emocionó casi hasta el punto de llorar. De todo lo que su hija podía haberle
dicho en su corta vida, aquello era sin duda lo más hermoso. Pero sabía que
debía irse o Cruz jamás se acostaría.
—Lo
serás, mi vida. Buenas noches.
—Buenas
noches, papá.
Aun
así, Rayo esperó unos segundos hasta escuchar la suave respiración de sus dos
hijos antes de bajar la persiana definitivamente. Fuera, a apenas unos metros
de distancia, lo esperaba su mujer.
—¿Y
bien? ¿Se han dormido? —preguntó con cariño.
De
siempre, Hudson caía como un tronco, pero Cruz era un polvorín; igual que su
padre.
—¡Oh,
sí! —aseguró este—. Han caído rendidos. Aunque…
Hizo
una pausa dramática y Sally enarcó un parabrisas, curiosa.
—¿Aunque…?
—repitió, mordaz, al ver que él tardaba en contestar.
A
lo que Rayo, con idéntico humor, apostilló:
—Prepárate,
porque creo que viene otra promesa de las carreras en la familia…
¡FELIZ HALLOWEEN!
(Historia inspirada en “Cars” de Disney Pixar. Imágenes:
Disney)
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