Fueron tiempos dulces, tiempos de esperanza en los que las luces de septiembre se dilataban en atardeceres rojizos. Saboreábamos las horas sin prisa, mirando la plenitud de las viñas como un reflejo de nuestros sentimientos. Sólo presentíamos futuros luminosos.
¿Quién nos lo iba a decir?, querido mío, que casi medio siglo después estaría sentada en la misma veranda con otras sillas más confortables y feas, acordándome de ti con igual emoción y una nueva nostalgia.
Te escribo a sabiendas de que esta carta probablemente no llegará nunca a su destino, pues ni siquiera sé si aún vives. Pero necesito recordar, compartir contigo la plenitud, el brillo de esos días para descargarlos del horror del que luego se llenaron.
Mi recuerdo empieza en esos veranos de niña solitaria en casa de mi abuelo, solos los dos con la mujer que me cuidaba. Fue un tiempo único con sus luces y sombras, imborrables para mí. Mi madre me llevaba en tren hasta la estación anterior al pueblo donde él vivía, ella nunca iba pues su padre le había prohibido volver. Jamás me dijo el porqué.
—Manías del abuelo, ya sabes cómo es —me confesaba con risueño pesar.
En esa pequeña estación me esperaba Isidro, antiguo militar que era el chofer y acompañante de mi abuelo y me llevaba, entre bromas repetidas, a la casona señorial que dominaba el valle de los viñedos. Se llamaba el Dominio de Adaraja —luego supe que esa palabra significa grieta—, y en el pueblo, en voz baja, lo llamaban el del viejo cabrón. Y ése era mi abuelo, un adusto campesino enriquecido en las Américas que se hizo con los mejores viñedos de la zona, caserón incluido, que pertenecieron a la familia de la Torre, antiguos señores arruinados por malbaratar durante años su fortuna. Hoy, él podía pisotearlos después de haber sufrido sus desaires.
—Los que malgastan que lo paguen —repetía a quién quisiera oírle con los ojos encendidos de autosatisfacción y desprecio—. Malditos inútiles los de esa familia, no sirven para nada. Que se mueran.
Como única nieta, era con la sola persona que pareció enternecerse. Recuerdo con cariño la blandura que demostraba conmigo. Que la niña haga lo que quiera, que disfrute, para eso había trabajado él. Y me llevaba subida en su caballo a recorrer caminos señalándome sus posesiones con un amor verdadero.
—Todo será para ti. Tú serás la reina de este lugar.
Al ir creciendo los veranos se me eternizaban en esa soledad y a veces, después de algún gesto mío le sorprendía una mirada angustiada. Me reprendía con brusquedad, que no hiciera eso, que no lo repitiera.
El único momento en que cobraba vida ese campo era al comienzo de la vendimia. La finca se llenaba de gente, de risas, de movimiento y desde bien chica yo participaba. Ese año de mis dieciséis, cuando te vi llegar comprendí que eras el hombre mejor plantado del contorno, fuerte, amable y con una sonrisa que iluminaba con picardía tu cara bruñida. Venías a vendimiar un poco por diversión, un poco por necesidad y porque esas cepas las había plantado tu familia. Lo contabas con gracia, sin un ápice de amargura. Y bajo esas uvas, entre risas y carreras nos confesamos amor. Fueron nuestros primeros besos y creímos que podía ser por siempre y para siempre.
La tarde que le dije al abuelo que quería presentarle a mi novio, se quedó conmovido, casi lloriqueando al pensar lo mayor que era y cómo se había escapado el tiempo entre verano y verano. Cuando se enteró de nuestras pretensiones, y de quién eras, no comprendí el arrebato de sus ojos, la indignación, los gritos y cómo juró ante la imagen de la Virgen Negra, que trasladaba con él allá dónde fuera, que quemaría todo antes de que tú o cualquiera de los tuyos pusiera un pie en sus tierras.
Al día siguiente, pese a mis lloros y protestas, me subieron al coche y sin siquiera despedirme me mandó a casa con la expresa orden de que cursara el siguiente año en el extranjero. Y así fue, me mandaron a Francia tres años, sin volver en verano. Por más que intenté saber de ti, te esfumaste. Luego me enteré de que también tu familia, previo pago de una sustanciosa cantidad, y bajo la amenaza de que quemaría lo poco que les quedaba si volvía el chico, te mandó lejos, muy lejos.
Mi abuelo murió sin que le volviera a ver, sin perdonarle su desproporcionada e incomprensible reacción. Mi amor. Me arrebató el primer amor con crueldad, pero al cabo de los años y tras la muerte de mi madre, comprendí el horror de ese hombre de que yo pudiera enamorarme de ti, pues un alma caritativa me contó el pecado, el escándalo de mi madre cuando se quedó embarazada de quien fue tu padre. Pobre hombre, qué espanto debió sentir. Hoy, vieja yo como él, reina de este lugar como era su deseo, contemplo estos viñedos que me despiertan la dulzura olvidada de esos días. Una cierta congoja se apodera de mí al recordar, pero justifico esta soledad en la que he vivido casi con alegría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario