21: 15 de la noche (hora
española) – 0:15 de la madrugada del 24 de julio (hora etíope)
Acabamos de aterrizar y todos salimos en tropel del avión. Bajamos por una
escalera algo destartalada hasta un autobús de pista que nos lleva a las
inmediaciones del aeropuerto. Cuando bajo, después de pasar por la sala de
recogida de equipajes, me dirijo al exterior para coger un taxi que me conduzca
a la capital, puesto que el aeropuerto está a 8 km. Por suerte, hay varios a
esas horas. Subo la maleta a uno de ellos, bastante viejo y descolorido, y me
acomodo en el asiento trasero. En inglés le indico al conductor, un hombre
maduro de mandíbula prominente, la dirección del hotel en el que me hospedo. Él
asiente silencioso con la cabeza a la vez que arranca. Sé que lo normal es
acordar antes el precio del trayecto, pero estoy tan cansada que no me apetece
regatear. El motor produce un sonido chirriante y violento antes de empezar a
movernos. La noche está clara y los áridos campos sembrados se ven bajo la luz
de la luna. La carretera no es ninguna maravilla y paso la peor media hora de
mi vida, entre tumbos y bandazos.
Al fin, llegamos a la puerta
de mi hotel. Saco el billetero para pagar y acto seguido salgo del vehículo,
ligeramente mareada. Con esfuerzo, saco mi equipaje del maletero y entro en el
hotel. Estoy agotada: pido la llave, subo de inmediato a mi habitación, arrojo
la maleta y la mochila a una esquina y me tiro sobre la cama, aún vestida. No
tengo fuerzas ni para desnudarme.
24 de julio, 11:25 de la
mañana
Esta mañana he ido temprano a
la embajada española en Addis Abeba. Recomiendan a todos los turistas españoles
hacerlo al llegar al país. Allí me han proporcionado el teléfono de una oficina
de “Ayuda en África” en la ciudad y, tras muchos trámites verbales, he
conseguido entrevistarme con ellos. Les he expuesto los motivos de mi viaje y
me han agradecido el interés, puesto que ahora mismo los voluntarios
extranjeros escasean bastante y siempre viene bien que alguien del “Primer
Mundo” venga a echar una mano.
Después, me han prestado un
coche de alquiler, me han entregado un plano y dos bidones de combustible y me
han indicado la ruta más rápida para ir a Shebedino. Está lejos, pero pasaré
por varias ciudades donde podría abastecerme, llegado el caso. Me han asegurado
que la red de carreteras es buena.
Al cabo de varias horas de
viaje −demasiadas para mi impaciencia, creo− llego a las inmediaciones del
pueblo de Abadi. Las manos me tiemblan mientras freno y salgo del coche. Una
turba de niños sale de entre las casas, alertados por el ruido del motor, y me
rodean entre gritos de curiosidad. Yo me quedo rígida, sin capacidad de
reacción debido a la sorpresa. En ese momento, un hombre sale del pueblo y se
acerca al grupo gritando para que se dispersen. Me relajo al ver que lleva una
camiseta con la insignia de “Ayuda en África”. Su oscura cabeza rapada refleja
la luz del sol. Cuando llega a mi altura me estrecha la mano y se presenta:
Salim Teklu. Me quedo de piedra.
24 de julio, 14:02 de la
tarde
Después de dejar mi mochila
en la sede de la ONG −una pequeña casa prefabricada de color blanco− y conocer
al resto de los voluntarios, Salim me conduce hasta el hogar de Abadi. Es una
pequeña cabaña a las afueras, cuyas paredes son de caña y barro y cuya
techumbre cónica está forjada con ramas. A medida que me aproximo comienzo a
ver a los miembros de la familia: Sube, el padre, se acerca a la cabaña tirando
del ronzal de una vaca algo huesuda; Genet, la madre, está en la puerta,
sentada en el suelo, moliendo algo sobre una piedra plana. Dos niños juegan a
su lado. Uno es poco más que un bebé, pero su hermano es más mayor. Lleva unos
pantalones cortos de color caqui y una sudadera azul. Ese es Abadi. Conteniendo
la respiración, espero a que Salim me presente. Noto como todos me miran con
sorpresa y me sonrojo. Genet se inclina sobre Abadi y le susurra algo al
oído.
Debe de ser algo bueno,
porque él me sonríe, se me acerca corriendo y me coge de la mano, tirando de mí
hacia la cabaña. Ante mi estupor por esta acción, Sube se apresura a aclararme,
en un inglés medio, que no me preocupe, que él sólo quiere enseñarme sus juegos
y las cosas que construye. Yo acepto y sonrío también a mi ahijado, mientras él
me arrastra hacia las profundidades de la cabaña.
Su familia y Salim entran
detrás y esperan sentados en el enorme hueco central de la vivienda, alrededor
de un pequeño hogar, ahora apagado, que hace las veces de cocina y de estufa.
Creo que es evidente que estoy encantada de estar aquí. Tengo tantas cosas que
preguntar sobre Abadi y su familia, acerca de cómo viven y cuáles son sus
sueños de futuro.
Ahora sostengo en mi mano un
carro rudimentario fabricado por mi niño con sus propias manos y pienso que,
realmente, de ahora en adelante deseo dedicarme a ayudar a estas gentes a
prosperar y salir de esta pobreza en la que tratan de sobrevivir. A pesar de la
adversidad, y eso es lo más curioso, nunca pierden la alegría ni las ganas de
agradar. Desde luego, si algún año puedo cumplir mi sueño, no dudaré en empezar
a ayudar en Etiopía a aquellos que más lo necesitan. Pero, sobre todo, a
aquellos que siempre, sea cual sea la circunstancia, te reciban con una sonrisa
y los brazos abiertos…
Relato completo seleccionado
de la convocatoria “Madrid Rumbo al Sur” (2017)
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