Los países que
nunca hemos visitado en ocasiones se cuelan en nuestras mentes sin que podamos
hacer nada por evitarlo. O al menos eso le ocurrió a una chica que conocí hace
algún tiempo.
Una cálida noche de verano Victoria tuvo un sueño. Aquella jornada había hecho muchísimo calor y parecía que todo a su alrededor se hubiera ralentizado, el mundo iba a cámara lenta. Se acostó sabiendo que le costaría descansar. Podría haberse quedado un rato despierta, pero al día siguiente debía trabajar, así que no le quedó más remedio que intentar dormir. Había dado innumerables vueltas en la cama cuando, por puro agotamiento, acabó por quedarse dormida.
Tras una nebulosa de color rosado, el mismo
tono de las flores de cerezo, se dio cuenta que tanto su vestimenta como su
aspecto físico habían cambiado por completo. Ya no llevaba sobre la piel
manchada de sudor la camiseta desgastada de los grandes almacenes que solía
usar para dormir, sino un suave yukata color lavanda. Sus brazos, bronceados
por los paseos por la playa, presentaban un aspecto pálido y sus pies iban
enfundados en unas sandalias que en su día a día le habrían resultado incómodas
y que ahora le resultaban el calzado más confortable.
No dudó en ningún momento que estaba soñando, incluso el mechón negro que se le escapó del moño en el que se había recogido la melena le era ajeno, sin embargo, se dejó llevar. Es lo que debía hacerse en esos casos. Siguió a la multitud que se apresuraba hasta el festival y observó el gran espectáculo de tenderetes, comida y sonido que habían montado en aquel pueblo de montaña.
Aspiró el aroma de los árboles alrededor del templo de piedra, se deleitó con el sabor de las bolas de pulpo que había comprado, adquirió un hermoso amuleto de la buena suerte que se colgó de la muñeca izquierda y se sentó a ver los fuegos artificiales. Por un segundo creyó que de verdad se encontraba en Japón, en uno de sus maravillosos festivales de verano. Cerró los ojos y suspiró, deseando que aquella noche no terminara nunca. No tener que levantarse para encerrarse de nuevo en su cubículo.
Un ruido alto y estridente la sacó de su ensoñación con una violencia que hizo que se sentase de golpe en la cama empapada de sudor. Apagó el aparato con un golpe enfadado y maldijo. Aunque aún mascaría su malestar un rato más, se levantó para meterse en la ducha. No podía perder el tiempo o llegaría tarde a la oficina. Abrió la ventana y salió corriendo.
Tal fue su precipitación por ponerse en marcha que no vio el pequeño talismán de la ventura que se había caído de su muñeca izquierda y que, al menos de momento, descansaría en el suelo junto a su mesilla de noche.
© MJ Pérez
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