Creo que mi viejo corazón no está
preparado para recibir este tipo de sorpresas. Por comprar unos libros de Arte
me han regalado un ordenador.
Toda juiciosa a pesar de mi
edad me matriculé en un curso que enseñaba a utilizar tres programas: Word,
Excel y Access. No todos a la vez, no, por ese orden.
Yo soy de esa generación que
comenzó a trabajar con dieciséis años después de aprender mecanografía en una
Underwood, luego me pusieron ante una máquina eléctrica, al poco tiempo pasé a una
electrónica, perforé tarjetas, conocí ordenadores que llegaban del suelo al
techo, hasta que a mi mesa llegó un ordenador algo más pequeño rodeado de
cables, y de una cosa que llamaban torre. Estrené el Wordperfect con un trabajo
urgente. Y cuando estaba a punto de dominarlo, me llegó la hora de la
jubilación.
De eso hace diez años y ahora
me encuentro ante un portátil psicodélico acariciando el suave teclado con mi
mano derecha mientras con la izquierda sostengo una cabeza a punto de estallar.
Y pienso que he nacido demasiado pronto. Y nadie sabe cuánto lo siento. Ya no
soy la de antes, mis ansias de saber chocan con mi nueva capacidad de recordar.
Sí. Siempre lo digo. Amo el
progreso, lo confieso, y las nuevas tecnologías me atraen como una serpiente a
su presa. Todo iba medianamente bien hasta hoy que he entrado en pánico después
de habérseme borrado el trabajo de toda una semana. ¿Qué le voy a decir al
profesor?
Salí al descansillo de casa dispuesta
a gritar: ¡Socorro!
No hubo necesidad. Mi nuevo
vecino un chico joven que podría ser mi nieto, me ha dicho que es informático.
Esto es como sacarse la lotería sin haber comprado el décimo. ¡Vivan los
jóvenes!
© Marieta Alonso Más
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