De sus ojos partió la luz; sin apenas
parpadear proyectó su efecto luminoso sobre el perfil de sus manos, mientras, sus
cortos deditos danzaban felices sin titubeos. Presionaban y acariciaban con
dulzura aquella mezcla cremosa de arcilla y agua. No era la primera vez ni
sería la última; le aguardaban años de gloria y fama. Él, su hermano, observaba
su pulso firme y su destreza; admiraba la paz y el sosiego que reinaba en el
espíritu de ella cuando esculpía. El pequeño la acompañó en el proceso creativo
intentando seguir cada paso que daba, miró entusiasmado el resultado que como
por arte de magia estaba a punto de nacer de entre sus manos. Una figura humana
surgió al cabo de unos minutos, había conseguido plasmar porte y fisonomía como
viva seña de identidad del muchacho. Sería siempre así, creativa y dúctil. ¡Prometía!
Recibió una
de las mejores formaciones en el terreno artístico; intentó ingresar en la
Escuela Nacional de Bellas Artes de París de la mano del escultor y pintor Paul
Dubois, ante la negativa se inscribió en la Academia Colarossi. Más tarde entró
como aprendiz en el taller donde conocería al amor de su vida, motivo de tormento
y perdición para ella, un hombre maduro veinticuatro años mayor. Se amaron y
mucho, ella se entregó sin reservas, él no tanto, tendía a compartir sus
afectos con otras mujeres. Trabajaron juntos la creación de diversas obras, se
dice que de buena parte de ellas él se adjudicó la autoría.
Vivía embriagada de amor por aquel
pintor y escultor de quien se enamoró nada más verlo y que la convirtió en
modelo y musa para él. Un amor que brotó a raudales, sin control. Tan joven e
ingenua como era, ella se dejó arrastrar por una devoción enfermiza que le hizo
perder hasta el apego a la vida. Eran pareja; durante años frecuentaron los ambientes artísticos y
culturales más importantes del París de la época, y pasaron juntos largos
períodos fuera de la ciudad. Sin embargo, un amor especial para él surgió a
espaldas de ella y frustró el futuro de ambos; la muchacha no quería verlo,
desde el principio negó la evidencia. No obstante, aquella infidelidad terminó
con todo y acabó provocando delirio, locura y celos.
En contra de sus más
profundos sentimientos ella decidió abandonarlo, no sin antes crear una de las esculturas
más importantes de su carrera "La
edad madura", y que simbolizó un ruego. En esta obra se representó a si misma arrodillada
y suplicante frente a su querido amor, sin obtener por ello resultado alguno.
No se recuperaría jamás de aquel golpe.
Reanudó
su trabajo lejos de los círculos parisinos frecuentados hasta el momento,
aceptando encargos en los que puso todo su empeño. Su deseo no era otro que
concentrar su energía en ellos, y su objetivo amparar su tristeza y paliar su desesperante
estado de ánimo.
En medio de esta crisis emocional, le llegó
el triunfo, alcanzó el éxito y es ensalzada por la comunidad
artística en círculos profesionales y en revistas de la época. No por esto sana,
sigue presa de sus recuerdos. Se encierra en su taller y se aleja del mundo; no
es capaz de superar la ruptura con el hombre de su vida ni olvidar sus años con
él. Con el corazón roto, se agudizan las crisis nerviosas y comienza a destruir
sus obras. Vive recluida en su casa-taller rodeada de miseria; se abandona.
Finalmente, su
hermano Paul al que ella tanto amaba, y en contra de la voluntad de su padre, la
hospitaliza en Montdevergues, manicomio del cual, a pesar de su recuperación,
nunca salió.
Esta
mujer que dejó un legado significativo en obras de arte, pasó encerrada los
últimos treinta años de su vida. Se dice que vivió secretamente y a raudales en
su mente aquel demencial amor, cuyos recuerdos revivió feliz hasta el fin de
sus días. Falleció en 1943 a los 78 años de edad y fue enterrada en una
tumba sin nombre, solo identificada con un número en el pequeño cementerio de
la institución mental de Montdevergues.
Ella no es otra
que Camille Claudel y él, Auguste Rodin
© Caleti Marco
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