La
habitación cuadrada mostraba la cama con su pequeña alfombra a los pies, una
mesa de trabajo, un ordenador, una impresora, una caja de kleenex, un tríptico
de marquetería sencillo, solitario, colgando de una pared, con la imagen de
Cristo crucificado, un armario con puertas de espejo, libros en la estantería,
fotos familiares en aquel estudio, refugio del escritor. Una en especial, en
sepia, la de la abuela con la mirada fija, que de vez en cuando una mano
sobresalía del marco y un coscorrón en la calva le hacía caer en la cuenta que
faltaba la tilde en una palabra aguda.
Techo
blanco. En el suelo, en una esquina se almacenaban volúmenes, unos encima de
otros, durmiendo una siesta interminable. El vademécum se reflejaba en la
ventana, era su manera de protestar por el mucho tiempo que llevaba sin que
nadie lo acariciase. Y a través de la ventana el espejo hablaba con el árbol
callejero, ese plátano de sombra que sembró el abuelo en su niñez, debía sentir
frío ya que de sus ramas pendían carámbanos.
El
silencio que inundaba la soledad de la habitación, hacía que las marcas en el
teclado de la máquina de escribir parecieran los dedos de un malvado gigante,
que esperase el momento oportuno para tragarse uno a uno, sin masticar, la
enciclopedia encuadernada en rojo. El corazón del despacho latía en el
desvencijado sofá marrón que de tanto usarse besaba el suelo.
Desde
su balda aquel libro grueso y encuadernado con tapas de un azul desteñido hacía
señas. No me pude resistir. Lo tomé entre mis manos y con un crujir de hojas me
llevó a la página diecinueve, la luz verdosa de un láser que entraba por la
ventana, se detuvo en una sola palabra: asesina.
Ya
podía comenzar a escribir.
©
Marieta Alonso Más
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