Como de costumbre, Mario se levantó para ir a trabajar. Aunque era entrada la mañana, no había dormido mucho; estuvo de fiesta la noche anterior.
Le tocaba hacer guardia en el turno de noche en la
fábrica; su jornada empezaba a las tres de la tarde. Intentaría reponerse del
todo antes de salir, con una buena ducha, algo de comer y un buen tazón de café
bien cargado. Le dolía la cabeza y no estaba en condiciones óptimas para
trabajar, pero no tenía excusa.
Cuando llegó, una multitud se agolpaba en la entrada
de la fábrica; se acercó e intentó colarse entre la gente para ver qué había
pasado. Don Jacinto, el dueño, yacía tendido en el suelo; había sufrido un
colapso. A los pocos minutos se oyó una sirena y una ambulancia hizo su
aparición en el lugar; los sanitarios lo subieron a una camilla y lo
introdujeron en el vehículo.
—Mario, necesito tu ayuda. Por favor acompaña a don
Jacinto en la ambulancia y ocúpate de que todo vaya como es debido —oyó que le
decían.
Asintió sin dudarlo, apreciaba mucho a ese hombre. Casi
en volandas le hicieron subir y de inmediato partieron hacia el hospital.
Mario permanecía cabizbajo y medio dormido esperando
en el pasillo. No sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando se abrió una de
las puertas y pudo reconocer a don Jacinto que reposaba sobre una camilla; una
sábana le cubría el cuerpo y parte del rostro. Pensó lo peor.
—¿Qué ha pasado?, ¿cómo está?
—Lo lamento señor, el paciente ha fallecido. Tenemos
orden de llevarlo al depósito. Por favor acompáñenos y no se separe de él hasta
que vengan sus familiares.
Les condujeron hasta una amplia sala. El joven, cumpliendo
con su deber, permaneció erguido junto al difunto sin quitarle ojo de encima. Un
enfermero entró acompañado de un hombre que por su aspecto y estado de ánimo
parecía un familiar; identificó el cadáver y salieron. Mario quedó solo con el
finado en la sala iluminada tenuemente por un pequeño ventanal; una mesa rectangular
y una silla completaban la estancia.
El sueño empezó a hacer mella en él, un sopor
inmenso le impedía mantener los ojos abiertos, el cansancio era cada vez mayor.
A nadie se oía llegar. Mario se asomó al pasillo no sin mirar de reojo a su
compañero inerte cuyo aspecto era cada vez más rígido y extraño. Consultó el reloj, eran las dos y media de la
tarde. «A saber quién vendrá ahora, estarán en el cambio de turno. Además,
todos estarán comiendo», pensó convencido.
No lo dudó, empujó poco al difunto hacia un lado de
la camilla y se tumbó a su lado; se quedó profundamente dormido. No se dio cuenta
de que había una separación generosa entre la camilla y la pared por lo que en uno
de sus movimientos desplazó el cuerpo de don Jacinto que cayó al suelo,
quedando oculto debajo. Mario, medio dormido como estaba no se percató de lo
sucedido. Se acomodó bien y se tapó hasta arriba con la sábana para protegerse
de la luz.
Minutos más tarde, dos camilleros entraron para
llevarse el cuerpo del difunto tendido en la camilla. Varias personas lloraban en
silencio fuera de la estancia.
—Esperen —dijo una voz— lo llevaremos a la zona de
velatorio y enseguida podrán verlo. —Sin duda era la familia—. Váyanse, por
favor.
El golpe seco de una puerta lo despertó. ¿Qué ha
pasado?, se preguntó Mario; todo estaba oscuro y tan frío… Permaneció quieto
intentando oír algo de vida en aquel lugar. Tanteó la camilla y comprobó que
don Jacinto no estaba a su lado. Unas voces se aproximaban, discutían, se oían lloros
intercalados.
—¡No se puede pasar!, los de la funeraria no lo han
preparado todavía —dijo alguien en tono autoritario.
Aun así, una anciana llorando y a empujones se coló
hasta el lugar en el preciso momento en que Mario se levantaba de la camilla. Al verlo, que como una sombra aparecía recortado
sobre la semioscuridad, la mujer creyó reconocer en él a su marido y dio un
desgarrado grito: ¡Jacinto! Al tiempo que se llevaba la mano al corazón. Acto
seguido se desplomó haciendo un gesto de profundo dolor yendo a caer en brazos
de Mario que raudo corrió hacía ella.
Las campanas sonaban tristes, a tañidos suaves y espaciados.
En el tanatorio yace don Jacinto; todos lloran. Junto a su viuda —ya recuperada
del susto y vestida para la ocasión—, un joven hace guardia orgulloso: Mario.
© Caleti Marco
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