Un joven prometedor, comentaban con seriedad los consejeros del banco después de aprobar el ascenso a director general de Alfredo Cárdenas. Prometedor y meritorio apuntaló el señor Arribas, el cual iba a trabajar codo con codo con él. Un chico lleno de valores, insistió su futuro jefe en un afán de apropiarse el mérito.
Alfredo esperaba con una inquietud controlada el resultado de la reunión. Bromeó con la secretaria por las botellas de agua que se había bebido y se tuvo que secar disimuladamente las manos varias veces. Odiaba este defecto suyo. Le quitaba mucha seguridad la humedad en sus palmas cuando se ponía nervioso. Estaba intentando encontrar algún producto que se lo cortara. Era un hombre que, sin ser perfecto, su físico era muy masculino, bien equilibrado entre fuerza y elasticidad, con una buena osamenta y estatura. Sabía que las mujeres se ponían nerviosas con él lo que le daba seguridad en sí mismo. Excepto por las manos. No poder dar una mano seca y firme le debilitaba.
Progresar, ese era el verbo que le apasionaba declamar al referirse a sí mismo. Las miradas de admiración que levantaba al volver a su ciudad de provincia y contemplar a sus antiguos compañeros, le servía, aparte de para reforzarse en las decisiones tomadas, para percibir todo aquello que aún tenía que limar. Y aunque la ruptura con Encarnita, su novia desde la adolescencia, tuvo alguna consecuencia de reprobación e incluso algún amigo le negó el saludo, comprendió que había sido una decisión acertada. A dónde iba a ir él con esa paleta, que aunque estaba buena se le hubiera quedado más corta que una tarde de invierno.
—Enhorabuena muchacho —el señor Arribas irrumpió en su pequeño cubículo con la algarabía del vencedor—. Mañana te cambias al despacho grande y empezamos a trabajar.
Llevaba un mes en su nuevo puesto y el jefe le invitó a su casa para que conociera a su familia. Un pobre muchacho que vivía de pensión, pero muy inteligente y prometedor, declaró convencido ante las protestas de sus hijas y mujer de traerse el trabajo a casa. Alfredo envió un centro de flores a la señora, se puso su primer traje confeccionado en un buen sastre, y se restregó las manos con piedra de alumbre que le estaba dando buenos resultados con su problema.
Salió de la cena entusiasmado por la amabilidad de la familia, achispado en el recuerdo de la belleza de la mesa adornada con flores y candelabros, de la simpatía de la mujer y el intenso interés de la hija menor, Sonsoles, que sin ser guapa, la envolvía un aire de distinción, un aura perfumada y una atención a sus palabras que intuyó se le abría un mundo esplendoroso.
Empezó a salir con ella, con la aquiescencia del padre y el entusiasmo de la joven que lo encontraba exótico, diferente, divertido. La empezó a llamar Sunny, a ella le gustaba y sus íntimos era el apodo que utilizaban. Conoció el club de golf, su jefe le regaló los palos. Viajó con ella a la estación de esquí donde tomó clases. Y además en el banco solo recibía felicitaciones. Parecía que todo su futuro se desplegaba súbitamente ante él. Un futuro maravilloso.
Poco antes de concertarse el matrimonio con Sunny, una mañana le llamó su futuro suegro al despacho y cariacontecido le pidió un enorme favor.
—Casi de padre a hijo, como lo seremos en breve —suspiró mirándole con los ojos abatidos—. Confío en ti Alfredo.
Se removió en su sillón y le alargó unos papeles sobre un tema inmobiliario en el que se había producido una falta de dinero, que aunque él no había tenido nada que ver, aseguraba el señor Arribas, le habían endilgado el problema. Lo que le pedía para él era muy importante y a ti Alfredo ni te va ni te viene. Se echó hacia atrás y en un tono melifluo le aseguró que solo tenía que firmar. No corría ningún peligro, si no ni se le ocurriría planteárselo a quien iba a ser su futuro hijo. Todo era perfectamente legal.
Alfredo firmó y el casi suegro le palmeó la espalda con efusión y auténtico cariño.
—Gracias, hijo, nunca olvidaré este gesto tuyo.
Una duda corría pareja a la emoción que tuvo de ser útil a su futura familia, de haber sacado de un aprieto a este hombre que solo le había demostrado cariño y reconocimiento. Al día siguiente llegó al trabajo y al preguntar por él le dijeron que estaba enfermo y que no iría a trabajar. Le llamó al móvil, pero daba desconectado, como el de su novia que tampoco respondió. Al mediodía se acercó a la casa a interesarse por él, extrañado de que no le hubieran contestado sus llamadas. El portero al verle entrar le dijo que no se molestara en subir, la familia se había ido para un largo viaje. No. No sabía cuándo iban a volver. Trataba apresuradamente de ordenar sus pensamientos mientras la sangre se agolpaba en sus sienes. Se sentó en el último escalón de la alfombrada escalera bajo la desaprobatoria mirada del portero.
Cuando se miró el resto de tinta en las yemas de sus dedos a la endeble luz de la celda, se vio a sí mismo como la menguada figura de un hombre al que jamás le sucedería nada. Las manos ya no le sudaban, pero un sudor frío le recorría el cuerpo. Cuando salió esa misma noche a declarar, le dijeron que se limpiara las manchas de tinta que tenía en la frente.
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