El dolor nunca había sido tan intenso como
aquella noche, jamás había sentido tal agonía recorriendo cada célula de su
cuerpo. Era como si un centenar de agujas se le clavaran en el fondo de la
garganta, en el corazón, en la piel y en todas partes sin darle ninguna
opción de réplica.
Tras años interminables en los que la habían
visitado decenas de especialistas que no habían encontrado ninguna solución a
su sufrimiento, había decidido que no quería que nadie más la examinase o
hiciese pruebas en su maltrecho cuerpo. Sus padres, a pesar de la insistencia
inicial, habían acabado por claudicar. Era ella quien había tomado aquella
decisión y la habían respetado.
Ella, por su parte, se había conformado. Algo
debería haber hecho en una vida anterior para que a sus 20 años solo hubiera
conocido el sufrimiento. A pesar de ello, el insistente dolor estaba
acabando con su determinación y su esperanza. Aquella noche de insomnio tomó
una horrible decisión. La última y la más importante.
Hizo acopio de las últimas fuerzas que le
quedaban y se levantó del lecho, tan pálido y frío como ella misma. Se puso
un bonito camisón limpio y bajó las escaleras sintiendo que el suelo era fuego
del infierno que se le clavaba en la planta de los pies y subía hasta el resto
de su anatomía. Apretó los dientes y con su mayor esfuerzo consiguió salir
del castillo sin que nadie la detectase.
Caminó muy despacio, a punto de caer en varias
ocasiones, y llegó a la playa cercana. Apenas conseguía ver algo, pero el oído
la ayudó a llegar a la orilla, no tenía ni el valor ni la fuerza necesarios
para lanzarse desde el acantilado. Dos gruesas lágrimas cubrieron sus
mejillas mientras iba entrando al mar pensando en sus desdichados padres.
Se tragó la pena como pudo y cuando casi las olas lamían su cintura se detuvo.
Se dio la vuelta, oyendo el mundo a su
alrededor por última vez, y se zambulló sin pensarlo más. Mas no tuvo tiempo ni
de vaciar el aire de sus pulmones cuando una fuerza descomunal volvió a subirla
a la superficie. El cabello rubio le caía sobre la cara y no pudo evitar dejar
escapar un grito, sin comprender qué había pasado.
Cuando unas manos heladas la agarraron de las
muñecas y tiraron de ella de vuelta a la playa empezó a patalear y a
revolverse. La
presencia la arrastró como si fuera una muñeca de trapo y acabó por dejarla
caer en la arena sin ningún tipo de delicadeza.
Se levantó de un salto y buscó en todas
direcciones pero no vio nada, estaba demasiado oscuro. Apretó los dientes y
movió los brazos mientras profería todos los insultos que se le ocurrían, sin
embargo no obtuvo respuesta. Estaba sola.
Volvió a sentarse en la arena, presa del más
absoluto desconcierto, y se abrazó a sí misma en un vano intento de darse
consuelo y unas explicaciones que no tenían sentido alguno. Estuvo así durante
horas, hasta que los primeros rayos de sol bañaron su rostro. Se lo tapó con
una mano y se levantó para volver a casa.
Fue cuando cruzaba las puertas del salón
principal, donde le esperaban sus padres, el momento en el que se percató de
que por primera vez en su vida no sentía dolor alguno. Se miró las muñecas,
donde aquella presencia la había agarrado, y creyó ver un brillo azulado que
iba desapareciendo poco a poco. Alzó la cabeza y observó a sus progenitores que
ya se levantaban de sus tronos e iban a su encuentro.
Desde entonces se hizo llamar Doria (aquella
que viene del mar en griego) y fue conocida como una de las soberanas más
justas y guerreras de la historia del país. De aquella presencia sin rostro que la
salvó de sí misma nunca más se supo. Pero cuenta la leyenda que de tanto en
tanto puede verse en el acantilado a una bella mujer de pelo negro tan
silenciosa como la luna y tan pálida como la espuma del mar.
© MJ Pérez
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