Una noche era el de Blancanieves, otra el de la Cenicienta, y siempre el cuento que mi madre me leía antes de darme el beso de buenas noches, era el de El Patito Feo. A mí, como a casi todas las niñas, me gustaban mucho más los de príncipes y princesas.
Nunca fui al colegio. Sin embargo, sí veía cómo todas las mañanas, Martita, mi vecina del quinto, bajaba las escaleras con su uniforme azul y un sombrerito muy gracioso que dejaba ver su cabello que parecían fibras de oro. Más de una vez pensé en que si consiguiera tener alguna de ellas, podría estudiar la aleación de aquel material que tanto envidiaba.
Mi padre prefería que yo estudiara con profesores particulares. Según él, era demasiado inteligente para asistir a un colegio con niñas corrientes. Tampoco iba al parque a jugar, ni tenía amigas. En una palabra, jamás salía de mi casa. Eso sí, siempre me encontraba rodeada de personas mayores. Al principio, eran mi madre y mi abuela, luego comenzaron los profesores a los que mi padre llamaba tutores. El primero fue una mujer, la señorita Carmelina Delgado. Llegó a la casa sonriente, y no recuerdo que aquella primera sonrisa se le borrara de rostro jamás. Era divertida, cariñosa y conocía todo tipo de juegos. Enseguida se trasladó a vivir con nosotros. Además de enseñarme a leer, construíamos juguetes, entre ellos una casa de muñecas. También hacíamos los dibujos para nuestros propios puzles. Lo que más me gustaba de ella era el delicioso perfume a fresas que utilizaba. Cada vez que movía la melena al reírse, inundaba con él toda la habitación.
Y mi madre continuaba con su costumbre nocturna de leerme algún cuento antes de que me durmiera. El último, como siempre, El Patito Feo.
No mucho después, llegó don Roberto, un hombre mayor, ya jubilado, que bajo la vigilante mirada de la señorita Carmelina, se encargaba de enseñarme todo lo relativo a las ciencias y matemáticas. Me encantaba hacer raíces cuadradas, aunque según él tenía una especial habilidad para formular. Yo prefería el álgebra. Era capaz de resolver con facilidad, a veces en menos tiempo que el propio profesor, cualquier problema que me pusieran delante. Detrás de él, llegó don Justo, que me enseñó a tocar el piano. Y luego fueron apareciendo otros que iban ampliando las materias bajo la estricta vigilancia de don Roberto. Creo que con los años, llegó a ser algo así como el mejor amigo de mi padre.
Y mi madre seguía leyéndome el cuento de El Patito Feo.
Cuando cumplí los quince, acompañada por mi padre y por don Roberto, fui a un centro en donde me examinaron de todo el bachillerato a la vez. Días después, ya en un edificio de la universidad, durante tres días cursé Matemáticas, Física, Química y varias asignaturas de Medicina, que aprobé con matrículas de honor. Y aunque mi madre insistía en que también me examinara de las disciplinas de filosofía e historia, mi padre no lo permitió. Él dictaminaba que aquello eran tonterías en las que no debía perder el tiempo. Y casi sin que se enterara, un sábado por la mañana la señorita Carmelina me acompañó al conservatorio en donde me examiné directamente del último curso de la carrera de piano y de varios de violín. A partir del último examen de Harmonía y Coral, nunca volví al conservatorio.
De esos días en el conservatorio, guardo el recuerdo de una de las personas que me examinó. Era una señora de edad parecida a la de mi madre, que tenía los ojos negros. Y eso yo no lo había visto nunca. Me llamaron tanto la atención, que no fui capaz de separar mi mirada de esa negrura. Ella, que quizá se dio cuenta, me sonreía. Sin embargo, aquella sonrisa no era como la de la señorita Carmelina, era triste, más bien angustiada.
Al llegar de vuelta a casa le pregunté a la señorita Delgado qué había que hacer para tener aquellos ojos tan negros y brillantes. Me explicó que el color negro era por la cantidad de eumelanina. Decidí investigar y estudiar algo tan curioso. También recuerdo que le pregunté si se había dado cuenta de la angustia que presentaba el rostro de aquella mujer. Debía sentir algún gran dolor, me contestó pellizcándome la mejilla.
Y mi madre, seguía leyéndome por las noches el cuento de El Patito Feo.
Después de aquellos exámenes, nos trasladamos a vivir a una finca que mi padre compró en las afueras de la ciudad. Era un sitio muy bonito, rodeado de montes y bosques. Muy cerca de la casa, oculto por árboles y enredaderas, había un edificio con el tejado de pizarra y las paredes blancas. Enseguida me di cuenta de que sus proporciones eran armoniosas, perfectas.
Poco después de instalarnos en aquella casa, llegó a mister Whitaker, quien me familiarizó con la botánica y su utilización en la medicina.
Una tarde llegaron unos hombres en unas furgonetas en cuya carrocería aparecía el nombre de una farmacéutica muy importante. Aquella empresa me había contratado para que les ayudara a encontrar la fórmula de un medicamento. Dirigidos por mister Whitaker, instalaron un moderno laboratorio en la nave del jardín. Trajeron jaulas llenas de ratoncitos blancos, y forraron las paredes de enormes pizarras. Apenas un par de días después, llegaron unos físicos, casi todos ya de edad avanzada, quienes me ayudarían a buscar las fórmulas que se necesitaban. Tiempo después, don Roberto, mister Whitaker y mi padre, me felicitaron. Al parecer, habíamos dado con lo que se buscaba.
Y mi madre, continuaba con su costumbre de leerme el cuento de El Patito Feo.
Una noche ocurrió algo diferente. Al abrir el viejo libro, las hojas, ya sueltas, se desperdigaron por el suelo. Entre ella y yo las recogimos. Habrá que comprar otro ejemplar, recuerdo que dije al advertir su apenado rostro. De pronto ella se detuvo. ¿Para qué?, exclamó. Sorprendida vi el brillo de las lágrimas en sus pupilas. Luego añadió que siempre había creído que poniendo ella tanto empeño, conseguiría que a mí me pasara lo mismo, que me convirtiera en un precioso cisne. Pero no. Eso solo era un cuento, decía rasgando las hojas que habíamos recogido.
—Madre, no hay solución para mi monstruosidad. Nunca me convertiré en cisne.
No hay comentarios:
Publicar un comentario