Desde
hace muchos años, todos los días, el rey sol se oculta tras las montañas.
Entonces la oscuridad se cierne sobre nuestras cabezas. Grandes y pequeños
pasamos muchas horas tumbados en el suelo, sobre nuestras pieles, unas veces
dormidos y otras veces despiertos, esperando que la luz del sol surja de nuevo
desde el este.
Un día
el cielo se nubló y grandes golpes se sintieron en él. Un rayo de luz fue a
caer entre los árboles que estaban cerca de nuestra cueva. El bosque se iluminó
y nuestro jefe se reunió con el concejo de ancianos. Así pudieron comprobar que
cuando aquella luz llegaba al agua del río, se apagaba. Tomaron un palo y lo
acercaron a aquella cosa roja y amarilla y pasó al palo que tenían en sus
manos. Uno de los ancianos se acercó a la flama, hizo fufú y se apagó.
Volvieron con el mismo palo a coger más y así hasta que el palo se fue
consumiendo y el jefe se quemó. Tiraron el trozo de palo que quedaba y durante
varios días al jefe le dolió mucho la mano.
Otro
de los ancianos se acercó al bosque incendiado y se puso a olisquear de manera
muy profunda. De pronto se cayó y se murió. Los mayores dijeron que esa
incandescencia era la ira de un dios muy malo.
Llegó
la hora de marcharnos al hogar ocre del otoño, detrás llegó el blanco invierno
sin ruido y más tarde la primavera nos visitó con lluvias y flores. Cuando
regresamos después de muchas lunas al campamento de verano, pudimos comprobar
que los árboles seguían igual de negros, tal como los habíamos dejado. No
tenían hojas ni frutos. Lloramos al verlos tan feos y nos marchamos a otra
cueva dejando aquélla que habíamos habitado durante tanto tiempo.
Un
día los ruidos en el cielo comenzaron de nuevo y volvimos a vivir la
experiencia de la vez anterior, con la diferencia que ahora la mujer del jefe
tomó el mando gritándole a todos los niños: ¡Fuera de aquí! ¡Alejaos! ¡Entrad
en la cueva!
A los
hombres les dijo que se pusieran pellejos en la boca y de ser posible que no
respirasen, pero eso no puede ser. Luego ordenó que se guardase aquella luz
porque nos podía servir para ver de noche y mandó echarle agua al árbol resplandeciente.
El jefe asentía con la cabeza a todo lo que organizaba su mujer. Así que
prepararon una pila con trozos de madera en un lateral de la cueva. Ya éramos
dueños del fuego.
Las
llamas nos daban luz, calor y encima las alimañas se alejaban de ellas. Eso era
bueno. Nos podíamos ver unos a otros y nos familiarizamos con unas sombras que
antes no conocíamos. Un día no sé qué pasó que se apagó y nos quedamos de nuevo
a oscuras. El fuego era objeto de grandes cuidados y cuando se apagó menuda
reprimenda para el hijo del jefe que fue el que tuvo tal despiste. Le
castigaron a ser el hazmerreír de todos. El concejo de ancianos se volvió a
reunir. No quedaba más remedio que esperar una nueva tormenta para volver a
tener luz. El hijo del jefe se sentía muy mal. La rabia y el dolor que anidaba
en su pecho no era solo por las burlas recibidas sino que su padre, en vez de
llamarle la atención, le había mirado con gran tristeza.
Se
sentó en un tronco con dos palos y comenzó a frotarlos con tal furia que los
palos echaban chispas hasta que uno de ellos se encendió. Corrió hasta donde
estaba sentado su padre y al llegar no pudo enseñar lo que llevaba, se le había
apagado. Volvió a frotar dos palos delante de su padre y consiguió de nuevo
hacer lumbre. Su padre le tocó en el hombro. Se sintió feliz.
Ahora
todo objeto era motivo de frotación pero solo se consiguió luz con madera y con
unas piedras muy duras. Ya no era un misterio hacer fuego.
Una
tarde en que comíamos alrededor de la llama y los niños corríamos de un lado a
otro, a uno de ellos se le cayó su trozo de carne. Por torpe no tenía derecho a
pedir otro. Los hombres de la tribu lo rescataron con un palo y se lo dieron.
Tenía tal hambre que con mucho cuidado y soplando para no quemarse, lo probó. Y
le gustó tanto que se lo comió en un santiamén. Los demás hombres no se podían
explicar por qué aquel trozo quemado era más fácil de masticar que la carne
cruda, hasta que comprendieron que estaba más blando. Aunque nuestros dientes
eran muy fuertes nos agradecieron no pasar tanto trabajo mascando. Por eso
todos acercaron su trozo de carne al fuego, a unos se les chamuscó demasiado, a
otros menos, otros consiguieron el punto exacto, todo dependía de la habilidad
de cada cual. Lo que sí hacían todos era soplar antes de meterlo en la boca y
fue la comida más rápida que hizo mi tribu en toda su vida.
En la
reunión anual de todas las tribus, mostramos cómo hacer el fuego y cómo comer
la carne con facilidad. Se quedaron con la boca abierta. Nuestro jefe les
invitó a que aprendieran a frotar, hacer fufú, y a degustar la carne asada. Desde
entonces nos convertimos en la tribu más importante de todas las conocidas.
© Marieta Alonso Más
¡Qué puede haber mejor que un cuento para explicar un pedacito de nuestra historia! Y, cómo te hace ver que detrás de una dificultad, desilusión o metedura de pata, puede resultar un gran descubrimiento. Me ha gustado mucho, porque además de recordar quiénes fuimos, nos lleva a darnos cuenta de lo que somos capaces.
ResponderEliminarTienes mucha razón. De los errores se aprende. Y la historia en forma de cuentos es mucho más atractiva para los niños. Un abrazo.
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