La
tarde-noche de aquel jueves se presentaba con la rutinaria normalidad de cada
jornada en el quirófano. Las batas verdes y los uniformes blancos se movían con
serenidad, entrando y saliendo de la aséptica sala donde, al parecer, los relojes
reducían su ritmo de modo incontrolable. A la izquierda de los asientos que
ocupábamos, una gran puerta de cristal nevado atrapaba la atención de cuantos
esperábamos el angustioso final de tan larga incertidumbre. En el lado opuesto,
otra gran puerta de similares características y dimensiones exhibía un doble
rótulo sobre su dintel.
UCI
Pediátrica ------UCI Neonatal.
Las
entradas y salidas del personal de guardia añadían sobresaltos a quienes
esperaban cada vez que se descorrían los batientes. A través de la única
ventana, la oscuridad nocturna, solo por distantes luces horadada, transmitía
al interior de aquel recinto la silenciosa y recogida soledad de la fría
madrugada.
A
las 12:33h, se abrió súbitamente la puerta que caía a nuestra derecha y atravesó
su umbral, cogidos de la mano, una joven pareja con aire de tristeza.
Cabizbajos y en silencio, atravesaron la sala de espera donde nos hallábamos y
marcharon sin dar las buenas noches. No había ni una lágrima en sus rostros,
pero la extrema seriedad que emanaban sus semblantes hablaba por sí sola. Ella
reflejaba con elocuente claridad la temprana madurez que el dolor
paterno-filial había conferido a su temprana juventud de forma inesperada.
Salieron del recinto donde hacía horas aguardábamos y reinó el silencio
nuevamente. Los floridos paisajes murales que decoraban las paredes no lograban
transmitirnos, no ya alegría, ni siquiera la relajación que parecían destinados
a favorecer en quienes la casualidad había allí reunido con desigual grado de
impaciencia.
Una
hora más tarde aproximadamente, alguien entró a la sala de forma precipitada, y
su figura escueta, sin maquillaje y mal peinada desapareció tras la primera
puerta rotulada. La premura de sus pasos y su visible desaliño evidenciaron la
gran preocupación que la embargaba. Fue esa, al menos, la impresión que
compartimos los allí reunidos cuando su presencia dejó de ser visible tras el
batiente que, de modo automático, se cerró al ingresar ella en el ámbito de los pronósticos
reservados.
Apenas
un par de minutos más tarde, un alarido singular, sin réplica ni coro
acompañante, rasgó el silencio y provocó un escalofrío en progresión ascendente
desde la última de nuestras vértebras hasta instalarse en nuestros cerebros.
¿Se había producido un desenlace fatal? ¿Había alcanzado un nivel irretornable
la pérdida de la esperanza? No trajo el transcurso de la noche respuesta alguna
a estos interrogantes. Mientras, al amanecer, en el exterior ya florecían los
almendros…
Marisa
se había levantado muy temprano esa mañana. Tras ducharse y componer su
arreglo, fue a la cuna y extrajo a su bebé para luego cambiarle y darle de
mamar antes de llevarle a la guardería. Al cambiarle le pareció notar que su
temperatura matinal superaba lo acostumbrado. El crío se mostraba amodorrado y
no sonreía ni lloriqueaba como solía pasar casi todas las mañanas. Lo arropó,
no obstante, y lo llevó en brazos a la cercana guardería. Allí lo dejó y marchó
a su trabajo de donde, dos horas más tarde, una llamada urgente la hacía
regresar, tras solicitar permiso para ausentarse en la oficina de recursos
humanos.
- El niño está febril y le recomendamos
llevarle con urgencia a un hospital.- Fueron las palabras que pronunció la
enfermera al entregarle el crío, que parecía muy adormilado.
Trasladado
al instituto sanitario, fue internado de inmediato. Media hora más tarde, la
pediatra de turno le transmitía la “sentencia”:
- Debo hablarle claramente. El diagnóstico
es de extrema gravedad, pero no absolutamente irreversible. Hemos comenzado el
tratamiento y las próximas doce horas pueden ser decisivas. Pase a la sala de
espera y la mantendremos informada. Procure conservar la calma.- Dijo y
desapareció tras la mampara.
Israel
y Mari Pili llevaban pocos meses de casados. Serafín, su primogénito, estaba al
cumplir su primer año. Su nacimiento había sido el motivo que les decidió a
abandonar la soltería, tras cuatro años de noviazgo y convivencia sin
compromisos ni vínculos legales. Al venir al mundo su primer vástago
comprendieron que este hecho ponía punto final a una existencia despreocupada
por el futuro y basada en meros intereses de naturaleza ocasional. Comenzaba
para ellos, pues, la verdadera madurez. Para celebrar su matrimonio, que no
luna de miel, proyectaron la escapada, una más entre otras muchas, acompañados
del bebé, a quien ya sentían parte de sus vidas.
Quince
días por el sur fueron bastantes para, en solitario, sin ayudas de abuelos ni
cuñados, diseñar y distribuir sus recién adquiridas responsabilidades. Serafín
era un desdentado sonriente que, de improviso se coló en sus vidas y rellenó
con su minúscula presencia el espacio de amor que ambos habían diseñado. Pocas
jornadas después, tras el regreso de una playa, una mañana al despertarle en su
cuna almidonada, notó Israel que un pálido color violáceo cubría el rostro del
infante. Cuando intentó tomarlo en brazos con intención de despertarle, como
hacía cada amanecer, vio como su menudo cuerpo se desvanecía entre sus manos,
su débil respiración cual la de un pez recién sacado de las aguas. EL joven
padre, como herido por un rayo, dio un respingo y llamó a gritos a la madre de
su hijo:
- ¡Pili!, corre. Llévate al crío al
hospital. No perdamos tiempo. Saca el coche. Yo me visto y voy detrás. Por
favor, que parece que se muere.
Tres
horas más tarde, a las puertas de la UCI, escuchaban el diagnóstico: “cianosis
inducida por una malformación cardiovascular, al parecer congénita”. El
paciente quedaría ingresado bajo observación y tratamiento. Pasaron así las
largas, aciagas horas de aquel día durante el cual apenas se movieron de la desamparada
soledad de aquella sala de espera. Hacia las 00:15h del siguiente día, ya en
plena madrugada, fueron reclamados tras las puertas de cristal nevado. Allí
escucharon de labios del jefe de servicio el concluyente resultado:
- Mientras esté aquí se mantendrá con
vida…
Diez
minutos más tarde atravesaban cabizbajos la sala de espera rumbo al exterior.
Poco rato después oiría Marisa el terrible sustantivo: “meningitis”, y el
alarido provocado por este vocablo se vio solo interrumpido por causa de una
lipotimia.
©Ramón L. Fernández y Suárez
Dedicado a un buen amigo, celebrando su recuperación
física y deseando su renovación espiritual.
Los juguetes rotos por Ramón L. Fernández y Suárez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario