La placidez de la
escena invita a la conversación, pero no, cada uno está a lo suyo.
El respetable señor de
la casa, míster Smith, fuma y piensa en lo que estará haciendo su amante en
aquellos momentos. Su encantadora esposa, Katherine, se acaba de enterar por
una discreta sirvienta, de los enredos de su esposo con la mujer de míster
Kennedy, su mejor amigo y vecino. Sufre en silencio mientras planea su venganza,
practicando con la aguja tan parecida al estilete. Si ella fuera capaz, no
dudaría en clavársela a esas dos malas
personas, que no la saben respetar, en mitad del corazón.
La mayor de las hijas, Rose,
ha decidido no casarse con el hijo de míster Kennedy, que la pretende con más
interés que amor y que tanto gusta a sus padres. No puede casarse con él, porque
ha entregado su corazón al maestro forastero que tiene más sabiduría que dinero
en los bolsillos.
La pequeña de las
hijas, Diana, piensa que haciendo una
manta de bebé sus padres se enterarán de lo que está por venir, fruto de
aquella loca noche, tan loca en que se dejó hacer por míster Kennedy, aquello
que está vedado a una señorita. Ha decidido marchar lejos para luego entregar
al bebé en adopción y meterse a monja aunque su familia sea protestante.
¡Hola! Pasad, pasad, dicen
todos a la vez con una sonrisa en los labios al vecino que llega. De momento
olvidan sus quebrantos ante la noticia que trae.
¡Han hundido el
Lusitania! ¡Se ha declarado la guerra!
© Marieta Alonso
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