Volvía de una inspección a las provincias de
Asia cuando hube de detenerme, muy a mi pesar, en la ciudad de Samarcanda. Me
avergüenza confesar que la forzada interrupción de mi regreso a Roma no era
debido a mi sensibilidad por contemplar la magnificencia de ese enclave, al
cual los sasánidas habían adornado con excelsa belleza, sino la inflamación de
mis juanetes. Esta deficiencia de mis pies con que los Dioses me habían
condenado, me llevó a utilizar los
calzados más extravagantes, a la vez que consultar a cuanto físico encontrara.
Sin embargo, el intenso dolor no consiguió nublar mi pensamiento y pude
recordar que los persas, a pesar de su escasa o nula relación con la
civilización romana, habían formado a grandes médicos y, aprovechando la
oportunidad, iba a consultarlos.
Mas, ¿cómo hacerlo sin dar a conocer mi
bochornosa anomalía? La suerte acudió en mi rescate al enterarme de que mi buen
amigo, Quinto Curcio Rufo, estaba en la ciudad documentándose sobre el paso de
Alejandro por allí, ya que, historiador, escribía una extensa obra sobre la
vida del Magno.
Era su residencia un amplio palacio que
había pertenecido a no sé quién y que él había reformado, convirtiéndolo en el
escenario idóneo para su trabajo, con amplias estancias y jardines por el que
paseaban las más bellas mujeres que yo hubiese visto.
De nombre irrepetible, había una cuyas
curvas y voluptuosidades mostraba bajo una túnica transparente que me hacían
desear tener menos años y más salud. Mientras la contemplaba bailar, venía a mi
mente mi esposa, una matrona romana de alta cuna, viuda dos veces, cuya probada
virtud no lograba ocultar sus ojos de cuervo. Mi juramento de fidelidad
conyugal volvía una y otra vez a mi mente mientras las manos de la bailarina
surcaban el aire. Entonces le miré los pies; los más hermosos que hubiese visto
en mi vida. Redondos y delgados a la vez, cinco dedos perfectos que se
levantaban uno a uno en abanico y que acababa en uñas cortas y pintadas de
azul. Y el arco… curvo, que parecía construido por el mejor de nuestros
arquitectos, alzaba su bóveda al cielo como buscando las estrellas. Y no tenían
juanetes. Me enamoré.
Mandé mensaje a mi casa informando sobre un
tratamiento al que debía someterme y que me retendría, lo cual era cierto, pero
lo que más quería era verla bailar y, por las noches recluirme en la habitación
que Quinto me había destinado y dormir soñando con mi bailarina. A solas en mi
lecho besaba sus pies de pétalos de rosa, aspiraba la frescura del olor a
jazmín que de ellos emanaba, lamía uno a uno esos dedos que había visto abrirse
como capullos al sol. Soñar era lo único que me permitía dadas las extrañas
circunstancias de la muerte de mis dos predecesores en el lecho de mi esposa,
ella estaba emparentada con la familia imperial, y no precisamente por la rama Claudia , sino
por la de Mesalina.
Más me hubiera valido quedarme en el terreno
de la fantasía. Una noche en que todas las lluvias que Asia había acumulado
durante un año cayeron de pronto sobre Samarcanda, se abrió la puerta de mi
cuarto y ella, con la túnica mojada pegada al cuerpo, húmeda de agua y deseo,
entró. Recuerdo la seda que dibujaba su figura, se alzaba en sus pechos, se
hundía en su ombligo y en su sexo… pero eran sus pies, esos pies perfectos y
descalzos que la acercaban a mí lo que me obnubilaron. Ascendían por debajo de
mi túnica, caminaban por mi pecho y cuando, por fin, fui a besarlos, un olor
nauseabundo me hizo retirar la cara.
Recuperé el aliento con el aire fresco del
camino de regreso, con el aire y con la noticia de que mi querida esposa había
fallecido… en extrañas circunstancias.
© Liliana Delucchi
Delicioso relato. Saludos.
ResponderEliminarDe parte de Liliana muchísimas gracias.
Eliminar