La mañana en que se
enamoró, llovía. Tomó su bicicleta apoyada en la farola y avanzó por todo el
paseo marítimo, siguiendo a la chica más hermosa jamás vista, hasta la
heladería en la que la vio entrar.
Al traspasar la puerta se
le había perdido. El local era pequeño para desaparecer tan de repente. Se
quedó de pie en medio de la estancia sin saber qué hacer cuando la vio salir
con un delantal impoluto para preguntarle con voz indiferente que sabor
prefería, si tarrina o cucurucho.
No podía hablar. Con el
dedo fue señalando lo que deseaba. De ahí le vino el gusto por esa delicia pues
aquel día se comió dieciocho bolas de vainilla, diecisiete de chocolate blanco,
dieciséis de nata, quince de coco, catorce de oreo, trece de stracciatella,
doce de nutella, once de dulce de leche, diez de tiramisú, nueve de turrón,
ocho de frutas del bosque, siete de avellanas, seis de pistacho, cinco de almendras,
cuatro de yogur, tres de mora, dos de trufa, y solo recibió a cambio un susurro
de su amada: ¡Será tonto!
La suerte vino en su ayuda
al desmayarse, lo mismo fue un corte de digestión, pensó ella asustada, y sin
encomendarse a Dios ni al diablo, le llevó al hospital, estuvo todo el tiempo
con él, y tras un lavado de estómago le dieron el alta. Él seguía sin emitir
sonido. La elocuencia era a través de su mirada.
A partir de aquel día,
todas las tardes a la salida del trabajo tomaba su bicicleta y se plantaba en
medio de la heladería, sin apartar ni un segundo su mirada de ella, sin hablar,
sin probar una bola de helado, prohibición expresa de la dependienta, hasta que
un día lluvioso como el día en que la conoció, ella dejó caer el delantal, le
tomó del brazo y con voz cansina proclamó: ¡Vale! Me casaré contigo.
Pestañeó y
con la mirada brillante la ayudó a subir a su bicicleta y juntos se fueron pedaleando bajo la lluvia.
Detalle del dragón con un helado de dos bolas. Catedral Nueva de Salamanca |
© Marieta Alonso Más
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