Lo que más le gustaba en su
niñez era subir al desván con su abuelo, tomados de la mano, a registrar los
baúles llenos de tesoros. Las horas volaban. Un día aparecieron dos sobres
amarillentos, enlazados con una cinta descolorida que pudo haber sido negra. El
anciano se quedó muy pensativo y cuando le preguntó si estaba triste, le
acarició con la mirada perdida. Algo muy gordo tendría que estar leyendo, pues
dejando caer el pliego sobre sus rodillas, se echó a llorar. Sin saber qué
hacer, el niño le abrazó por la cintura, mientras el anciano comenzaba a contar…
Mi abuelo fue taxista en
París y le tocó, a sus muchos años, llevar a su propio hijo y a mí, su nieto,
al frente. Y con voz entrecortada continuó que entre el cinco y el doce de
septiembre de 1914, se había librado una gran batalla. Mi padre nunca regresó. Yo
sí.
Tomó el papel con mano
temblorosa. Esta carta es de su puño y letra y escribió que todo saldría bien;
que con un poco de suerte pararíamos el avance del ejército alemán; que las
noches eran frías, pero que él tenía los pies calientes gracias a los tres
pares de calcetines hechos por su mujer. Esperaba que yo estuviera sano y salvo,
pues no había vuelto a verme ya que nos habían enviado a diferentes compañías.
La otra carta es del ministerio
de la Guerra notificando su muerte y el valor demostrado.
-Abuelo
¿No fue mi padre el que murió en la guerra? -preguntó
el niño mientras recostaba la cabeza en su hombro.
El anciano miró al vacío evocando,
esta vez, a su hijo.
-Eso
fue en la II Guerra, pequeño. En la segunda.
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