Todo a su alrededor había cambiado de
color. Quiso correr y correr, quiso huir, pero sentía las piernas
cansadas, como las de un anciano, y se sentó en las rocas.
Fue justo después de comer, cuando su
profesora, pálida, nerviosa, le ayuda a recoger sus cosas, y después,
con la mano en la nuca, lo acompaña hasta la puerta del colegio. Ella
tan dulce y sonriente, estaba pálida y tenía los dedos fríos. Allí lo
esperaban su tía y el director. Dándole un beso, el hombre, siempre
tieso y adusto, le sonrió, y palmeándole la mejilla, le dijo que no se
preocupara, que ya resolverían todos los deberes el próximo año, que
procurara divertirse. Gracias, dijo su tía, con los ojos brillantes. No
se ha pintado los labios, ni los ojos, piensa. De la mano de su tía,
sube al coche, en donde sentadas en sus sillitas, los esperan sus
hermanas. Eran pequeñas y todavía no iban al colegio. Y los cuatro, casi
sin equipaje, emprendieron el viaje.
Por el camino se queda dormido y no se
despierta hasta que al detenerse el automóvil delante de la verja de la
casa, el olor a sal, a mar, le da en la cara. Al entrar en el jardín de
la casa, cerrada, sin luces, con las hierbas altas, y el seto
despeluchado, aspira la adorada brisa fresca y húmeda. Tampoco los
espera en al puerta Matilde. Echa de menos su risa, sus grasientas
rosquillas de anís encima de la mesa de la cocina, la bolsa de pegajosos
caramelos que saca del enorme bolsillo del delantal de cuadros grises,
siempre torcido. Su tía enciende el cuadro de luces, cosa que también
antes hubiera hecho Matilde, y les dice que se sienten a la mesa de la
cocina. De una bolsa de papel saca unos bocadillos. Los lleva sin
envolver, mezclados con alguna fruta, de cualquier manera. Al abrir el
grifo, el agua salía naranja, como todos los años. Después de un rato,
ya brotaba clara, fresca, y pudieron beber.
Al despertarse, buscó una camiseta de su
padre, y se la puso, como siempre su olor le hizo sentirse hombre.
Escuchó a Matilde trajinar por la cocina. Corriendo, salta las escaleras
de dos en dos, hasta llegar a abrazarla hundiéndose en aquel pecho
grande y en el vientre orondo. Aquí tienes, chocolate y churros
calentitos, dijo colocando la taza encima de la mesa recién fregada con
legía. Después de desayunar, con el cubo y la caña de pescar, se fue a
buscar a su amigo. Era lo primero que hacía todos los años. Se
sorprendió al ver la cerrada. Vuelve comprobando que todas las demás
también tienen las persianas bajas y los porches llenos de hojas. Se fue
por la arena hasta las rocas, y luego de poner el cebo echó el sedal.
Después de mucho tiempo, saca con la mano dos cangrejos de una charca
entre las rocas. Nunca pescaré nada, se dijo colocando los bichos en el
agua salada del cubo. Tengo que salir a pescar con caña por la noche,
cuando hay luna. Pero su madre no le deja. Sueña con poder ver
balancearse al pececito colgando del sedal. Quizá la tía sí se lo
permita. Siente hambre, y balanceando el cubo, se va de vuelta a casa.
Al entrar en la cocina la tía y Matilde están abrazadas llorando.
—¿Qué ha ocurrido?
Limpiándose las lágrimas con la mano,
sentada a la mesa, su tía golpea el tablero con el puño, enfrente de
ella se acomoda Matilde. Y él, arrastrando despacio la silla, lo hizo
entre las dos.
Le dijo que papá y mamá habían muerto. ¿Cómo? Fue un accidente, musita Matilde acariciándole la mejilla.
Se levanta de golpe, arrojando la silla
al suelo. Corre por el borde del agua hasta llegar a las peñas, y
sentado en ellas se queda quieto mirando el horizonte. Le parece extraño
no sentir nada. Quiere recordar sus caras y no es capaz. Se pasa la
mano por la mejilla y la encuentra seca, sin restos de lágrimas. Siente
que unos ásperos dedos le revuelven el pelo. Levanta los ojos y ve a
Juan, el marido de Matilde. Él también es pescador, pero de los que van
al mar con una barquita. Sentado a su lado, enciende un cigarrillo y se
lo pasa. Él, como experto fumador a escondidas, le da una calada. Con la
vista fija en el horizonte, Juan sigue fumando. De vez en cuando le
acerca el cigarro, y él vuelve a aspirar. Después de un rato, le pasa un
brazo por los hombros y le hace apoyar la cabeza en su pecho. Despacio,
con los dedos gruesos, ásperos, de recio marinero, le acaricia la
espalda, y así siguen hasta anochecer.
—Y ahora te tienes que comportar como el hombre que eres. Vamos a casa a tranquilizar a tu tía y tus hermanas.
Después del verano vuelven a la ciudad y desde entonces viven en la casa de sus abuelos. Nunca más vuelven a la de sus padres.
Años más tarde, la abuela falleció, y
sus hermanas y él, que ya, hacía tiempo, vivían cada uno por su lado, se
juntaron para vaciar la casa de sus abuelos y venderla. En el armario
de la ropa blanca, debajo de las sábanas encontraron una antigua caja de
galletas Fontaneda, en la tapa de lata aparecían pintadas tres rosas,
una de cada color, y sobre la blanca, una mariposa de colores. ¡Qué
raro!, exclamó Celia con la caja abierta entre las manos.
—Mirad, está llena de recortes de periódico.
Y fue entonces cuando los tres supieron
que aquella tarde que lo habían ido a buscar al colegio tan
precipitadamente, antes de acabar la mañana, su padre, en un ataque de
celos, había matado a su madre y que después de hacerlo, se había
suicidado.
Recordó de pronto los golpes, los
gritos, recordó su cara, la de su madre llena de moratones, y, por
primera vez, rompió a llorar.
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